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EDITORIAL

Irak: la guerra tiene un precio

Uno de los pseudo-argumentos más especiosos que se han lanzado en contra de la reanudación de la guerra contra Irak es el de que los EEUU y Gran Bretaña quieren petróleo a precio de sangre, por lo que sería inmoral apoyarla, ya que el valor de las vidas humanas que se perderían es infinitamente más importante que todo el petróleo del mundo. Pero, dejando a un lado la fuerte carga demagógica de este argumento –pues mucho peor sería dejar que un dictador criminal como Sadam Husein empleara las riquezas petrolíferas para atacar a sus vecinos con armas de destrucción masiva o para financiar el terrorismo internacional–, es cierto que Irak, uno de los principales productores de petróleo del mundo antes de la guerra del Golfo, atesora yacimientos aun inexplorados que podrían convertirle en el primer país del mundo en reservas de petróleo, por encima incluso de Arabia Saudí. También es cierto que las cuatro principales petroleras del mundo son Exxon-Mobil y Chevron-Texaco (estadounidenses), así como BP (británica) y Royal Dutch Shell (anglo-holandesa).

Pero no es menos cierto que las petroleras Totalfina Elf, Lukoil y China’s National Petroleum Company son, respectivamente, de nacionalidad francesa, rusa y china; precisamente los tres países con derecho de veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que se oponen a la reanudación de las hostilidades contra Irak. Con el añadido de que estas tres compañías han firmado sendos contratos petrolíferos con Sadam Husein; algo que no han hecho sus competidoras norteamericanas y británicas.

Así pues, el supuesto pacifismo de Francia (cuya aventura neoimperialista en Costa de Marfil ha pasado inadvertida para la progresía francesa e internacional), Rusia y China tendría mucho más que ver con oscuros intereses comerciales que la supuesta agresividad de norteamericanos y británicos. Con el agravante de que, al contrario que las petroleras anglosajonas, franceses, rusos y chinos no han tenido empacho en firmar acuerdos con un dictador agresivo, expansionista y sanguinario, cobijador y financiador de terroristas, con la esperanza de que, una vez terminado todo (con Sadam Husein fuera de Irak), el nuevo gobierno iraquí y la comunidad internacional den por buenos los contratos petrolíferos otorgados por Sadam –quien habría ofrecido doblar su contrato a Lukoil si Rusia se opone a la guerra, y probablemente también a Totalfina-Elf y la petrolera china si Francia y China ejercer su derecho de veto– a los “amigos de la paz”.

A esto hay que añadir los jugosos contratos de petróleo por alimentos concedidos por Naciones Unidas bajo la presión rusa a Alfa Eco, la empresa de Mijail Fridman, el magnate mafioso ruso responsable de la catástrofe del Prestige. Naciones Unidas se queda con más de un 2 por ciento de comisión por la gestión del programa –lo que supone triplicar su presupuesto anual, algo que explicaría en cierto modo sus reticencias a reanudar las hostilidades–, en el que participan 900 funcionarios y 3.000 inspectores dentro de las fronteras iraquíes. Conociendo la forma de hacer negocios de Fridman –una combinación letal de sobornos y extorsiones– y habida cuenta de que el dinero va a parar directamente a manos de Sadam, no es extraño que la población iraquí carezca de lo esencial mientras que los esbirros del régimen se enriquecen y el dictador obtiene las armas de destrucción masiva que desea, pues no sería a primera vez que los funcionarios de la ONU se corrompen a cambio de hacer la vista gorda.

Con todo, EEUU y Gran Bretaña se han mostrado favorables a respetar esos contratos ilegales después del eventual derrocamiento de Sadam –un indicio de que la seguridad y la lucha contra el terrorismo priman sobre los intereses petrolíferos–, aunque la oposición iraquí ya ha anunciado que no está dispuesta a darlos por buenos una vez derrocado Husein. Al parecer, para los “defensores de la paz” todo gira en torno a la conservación de sus contratos, con o sin Sadam Husein –preferiblemente con éste último. La legalidad internacional, la guerra contra el terrorismo, la seguridad en Oriente Medio y el mantenimiento de un dictador sanguinario son, por lo que parece, asuntos secundarios para Rusia, China y Francia; que probablemente no darán su aprobación a la nueva resolución del Consejo de Seguridad si no obtienen garantías de que los contratos que firmaron con Sadam sigan en vigor una vez depuesto éste. La paz –o mejor dicho, la guerra– tiene un precio.

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