Menú
EDITORIAL

Ni Vietnam, ni el Sinaí

Ni Bush, ni Blair, ni los mandos militares de la Coalición llegaron a afirmar en ningún momento que la segunda guerra del Golfo sería un paseo militar semejante a la guerra de los Seis Días. Hubiera sido una temeraria imprudencia, sobre todo después de que Turquía negara el paso de tropas de la Coalición por su territorio para abrir otro frente en el norte. Únicamente el bombardeo de precisión contra los principales objetivos militares del régimen de Sadam Husein, y el veloz avance de las tropas de la Coalición durante los primeros días de la guerra, hicieron concebir esperanzas de un rápido desmoronamiento del régimen y una rápida victoria de las fuerzas norteamericanas y británicas; aunque justo es señalar que este parecía ser, en principio, el desenlace más probable, dada la abrumadora superioridad de los ejércitos norteamericano y británico.

No faltaban razones para el optimismo en un primer momento: el ataque por sorpresa con misiles al búnker donde se hallaba Sadam la madrugada del pasado día 20, tenía por objeto acabar con su vida y, de este modo, descabezar un régimen que, a imagen y semejanza del de Hitler –no hay que olvidar que el partido único Baaz, gobernante, además de en Irak, también en Siria, surgió como la traducción árabe del nacional-socialismo alemán, incluido el odio racista hacia los judíos–, se sostiene por la firme voluntad de su líder de aplicar sistemáticamente el terror, la tortura y el asesinato en masa a disidentes y opositores. Y lo cierto es que, mientras la imagen de Sadam no apareció por televisión casi dos días después –aún no se ha determinado si las grabaciones fueron realizadas antes o después del comienzo de los ataques–, la desorganización y las rendiciones masivas cundieron en el ejército regular iraquí. Si hubiera podido confirmarse sin ningún género de dudas la muerte de Sadam, es probable que la guerra ya hubiera acabado hace unos días con la rendición en cadena de su ejército.

Sin embargo la segunda aparición de Sadam en la televisión iraquí –que tampoco es concluyente sobre si Sadam está vivo, muerto o gravemente herido o incapacitado– emitida hace unos pocos días pareció convencer al ejército y a la población civil de que más valía no arriesgarse a provocar la ira del tirano criminal, quien, tras la retirada de los aliados en 1991, masacró sólo en Basora (la segunda ciudad de Irak, de mayoría chiíta) a 30.000 iraquíes que tuvieron la osadía de rebelarse contra él aprovechando el empuje militar aliado. Sea como fuere, lo cierto es que bien Sadam o bien sus colaboradores más cercanos han logrado detener por el momento la descomposición del régimen recurriendo una vez más al terror. Fuentes de la coalición aseguran que los intentos de revuelta en la sitiada ciudad de Basora han sido reprimidos a sangre y fuego por las milicias del partido Baaz, que la población civil es obligada a tomar las armas bajo amenaza de muerte y que los efectivos del ejército regular luchan bajo coacción. El régimen ya ha empezado a recurrir a la “guerra sucia”: atentados suicidas con coche bomba y hostigamiento de las largas líneas de abastecimiento de la Coalición por medio de paramilitares vestidos de civiles.

Estas circunstancias, responsables en gran parte de la fuerte resistencia que norteamericanos y británicos han encontrado en Nasiriya y Basora, así como la lenta progresión hacia Bagdad en los últimos días –motivada por la necesidad de consolidar las líneas y reorganizar las tropas de cara la batalla por Bagdad, de asegurar las rutas de abastecimiento, de liquidar los focos de resistencia en la retaguardia, de proteger los pozos de petróleo de actos de sabotaje y, sobre todo, por el propósito de la Coalición de provocar el menor número de bajas civiles y la menor destrucción posible de edificios e infraestructuras– han disparado el pesimismo más allá de lo razonable.

Diarios como El País y El Mundo ya se apresuran a vaticinar nuevos Vietnam o largas y sucias guerras como la de El Líbano –al igual que hicieron en la primera guerra del Golfo–; mientras apenas prestan atención a los descubrimientos e indicios de armas prohibidas –el casus beli– que Sadam se negó a enseñar a los inspectores: los misiles de alcance medio ya lanzados contra Kuwait y los trajes y máscaras anti gas de reciente fabricación encontrados en las zonas liberadas por los kurdos, donde también se asentaban campos de entrenamiento de Ansar Al Islam, “subsidiaria de Al Qaeda, de los que se sospecha que procede la ricina encontrada a los terroristas detenidos en Londres hace tres meses. Diríase que el “no a la guerra” para algunos ha devenido dogma de fe inasequible, no ya a la discusión serena y racional, sino al contraste con la cruda realidad: sólo la fuerza de las armas –y no de ulteriores inspecciones– podía conseguir que Sadam Husein se deshiciese de sus armas de destrucción masiva.

La intervención en Irak no será un paseo militar, precisamente porque, al contrario que a Sadam, que emplea a sus conciudadanos como escudos humanos, EEUU y el Reino Unido no pretenden ganar "a cualquier precio", pues les importan las vidas y las propiedades de los civiles iraquíes. Pero, por mucho que lo deseen los enemigos de EEUU y de la libertad, tampoco será un nuevo Vietnam. Desde el 11-S, norteamericanos y británicos saben que ni ellos ni el mundo libre pueden permitirse el lujo de ignorar a las dictaduras terroristas. Una vez iniciada la guerra, la única opción asequible es vencer. O ver crecer el terrorismo de forma exponencial.

En Internacional

    0
    comentarios