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EDITORIAL

Barniz democrático, corazón totalitario

Un demócrata puede llegar a justificar la dictadura –durante el mínimo tiempo imprescindible y siempre con la condición de restaurar lo antes posible las libertades cívicas– en la medida que ésta contribuya a defender los derechos más fundamentales –la vida y la propiedad– cuando se hallen amenazados por situaciones de desorden y anarquía, las cuales suelen tener su origen en la falta de voluntad de una parte o del conjunto de la sociedad para acatar las reglas que hacen posible la convivencia pacífica y democrática. Sin embargo, defender y justificar los actos de autocracias totalitarias, cuyo objetivo y razón de ser es precisamente la aniquilación de todos los derechos y libertades democráticas en aras de una utopía irrealizable, es un acto de completa inmoralidad política impropio de quienes quieran llamarse demócratas.

Desde Lenin, la tentación de la izquierda siempre ha sido servirse de las libertades democráticas para imponer por la fuerza la utopía socialista. Aceptan la libertad de expresión, el derecho de asociación y las elecciones libres en la medida en que contribuyan a facilitar su la llegada al poder. Las ponen en cuestión o se quejan de su inexistencia cuando la voluntad mayoritaria de los ciudadanos no coincide con sus objetivos e intereses. Y jamás lamentan su ausencia cuando quien ostenta el poder es uno de los suyos.

Es el caso de Miguel Ángel Martínez, parlamentario europeo del PSOE, quien el jueves excusó la represión de Castro –“mecanismos propios de defensa contra el clima de guerra virtual” al que, según él, se ha sometido al régimen– contra los más de 70 disidentes –periodistas, escritores y defensores de los derechos humanos para los que el comandante pide condenas que oscilan entre los 15 años de cárcel y la pena de muerte, pasando por la cadena perpetua– con el peregrino pretexto del “embargo” contra el régimen cubano –sólo EEUU se niega a comerciar con la isla– que Castro emplea para justificar la miseria en que el socialismo real ha sumido a un país que, en 1959, superaba ampliamente la renta per de España. El mismo que afirmó que la concesión del premio de Derechos Humanos Sajarov –héroe de la disidencia en la ex Unión Soviética– a Oswaldo Payá –quien sólo aspira a introducir tímidas reformas democráticas en el seno de la ¿legalidad? Castrista– contribuía “al descrédito del propio galardón y al del ParlamentoEuropeo”; pues, según Martínez, “imponiendo al señor Payá, los grupos de derechas han conseguido este año que el Premio Sajarov no sea de todo el Parlamento, sino de medio Parlamento”.

También es el caso de los socialistas y comunistas andaluces, que se niegan a apoyar una moción de condena contra los crímenes de Castro, pues según ellos, se trata de “un texto en el que se realiza una utilización partidista de la situación en Cuba, y se obvia el bloqueo al que está sometida por EEUU”. Y, en general, es el caso todos los que no ahorran esfuerzos para obstaculizar las iniciativas de EEUU para garantizar la paz y la seguridad mundial y evitan por todos los medios condenar los desmanes de todo aquel que se declare antiamericano y antiglobalización; ya se trate de Sadam, de Castro, de Chávez, de Arafat o de Gadafi.

Tras una ligera capa de barniz democrático, imprescindible para guardar las apariencias, gran parte de la izquierda española oculta un corazón profundamente totalitario que sale a la luz cuando las reglas de la democracia no le favorecen o cuando algunos de sus iconos –como Castro, Chávez e incluso Sadam– corren peligro. No cabe duda de que la línea castrista de Miguel Ángel Martínez es la dominante –por no decir la única– en Izquierda Unida. Falta por saber si también en el PSOE el castrismo es la corriente mayoritaria. Para Zapatero, la condena sin paliativos a Castro sería una magnífica oportunidad de desmarcarse del extremismo antisistema de Llamazares que tan caro ha salido al PSOE en otras ocasiones. Que su ceguera electoralista anti-PP de pancarta y pegatina le permita aprovecharla, es otra cuestión.


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