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EDITORIAL

Racionalizar la inmigración

La Ley de Extranjería aprobada en enero de 2000 con el voto en contra del PP en el Congreso –el Gobierno se hallaba entonces en minoría parlamentaria– ha sido una de las leyes más controvertidas y que más reformas ha sufrido en menos tiempo. Las favorables condiciones para los inmigrantes (derecho a la asistencia sanitaria, a la educación y a la reagrupación familiar), unidas a un espíritu ultragarantista en todo lo relacionado con los trámites de expulsión en el caso de entrada ilegal, dieron lugar a un “efecto llamada” que hizo crecer exponencialmente la entrada de inmigrantes ilegales, circunstancia que aprovecharon las mafias dedicadas al tráfico de personas y un buen número de delincuentes para afincarse en nuestro país más o menos impunemente.

El consiguiente deterioro de la seguridad ciudadana, así como la necesidad de racionalizar una inmigración imprescindible en muchos sectores de nuestra economía, hicieron necesaria la reforma de una ley plagada de obstáculos burocráticos a la inmigración legal y prácticamente inerme ante la ilegal. Tras la regularización de los inmigrantes ilegales que ya se habían establecido y trabajaban en nuestro país, era necesario, si se quería detener el flujo de inmigración ilegal, una reforma que agilizara los trámites de expulsión y que evitara el incentivo a cometer delitos menores con el objeto de alargar la estancia ilegal en nuestro país.

Esto fue lo que llevó a cabo el Gobierno en 2001 a través del reglamento de desarrollo de la ley. Sin embargo, el reglamento, que fue recurrido por las asociaciones de ayuda al inmigrante, incurrió –a entender del Tribunal Supremo, que dictó sentencia el pasado marzo– en algunas ilegalidades y en algunos excesos reglamentarios –los cuales, dicho sea de paso, tendrían que haber sido ya previstos por el Gobierno, que ya entonces sí disponía de mayoría absoluta– que debían ser regulados por ley (Congreso) en lugar de por decreto (Consejo de Ministros). El Gobierno, que tiene de plazo hasta el 9 de junio para introducir en el reglamento las modificaciones pertinentes –que en lo principal, la expulsión inmediata antes de 72 horas de los inmigrantes que intenten entrar ilegalmente en nuestro país, no se ve alterado–, ha optado por aprobar su elevación a rango de ley el próximo viernes, según anunció José María Aznar el lunes en plena campaña electoral.

Será la cuarta reforma de la ley en apenas dos años y medio desde su entrada en vigor, lo que da una idea de la ineficacia y de los problemas que ha generado el planteamiento inicial de “puertas abiertas” aprobado por la oposición cuando el Gobierno aún no disfrutaba de mayoría absoluta en el Congreso. Y puesto que la reforma es imperativa, por sentencia del alto Tribunal, el Gobierno ha querido aprovechar la ocasión para eliminar trabas burocráticas a la inmigración legal y, de este modo, encauzar los flujos migratorios por cauces más respetuosos con la ley, con el sentido común, con el interés nacional y con el del inmigrante. El visado en el país de origen tendrá el carácter de permiso de trabajo y de residencia –no será necesario, pues, obtenerlos por separado–, y al mismo tiempo se intensificará el control de los transportes –el grueso de la inmigración ilegal, como señaló el propio Aznar, no llega en patera, sino en avión– y se endurecerán las sanciones para los inmigrantes ilegales.

En palabras del presidente del Gobierno, se trata de acoger “a miembros de sociedades menos favorecidas” manteniendo un estricto control sobre los flujos migratorios; pues nuestra capacidad de acogida “no es ilimitada”. La única forma aceptable de inmigración, como afirmó Aznar, “debe ser respetando la ley”. Especialmente si se mira en el marco de la guerra contra el terrorismo y si se tiene en cuenta la facilidad con que los secuaces de Ben Laden hacen proselitismo en las bolsas de pobreza que genera la inmigración ilegal.


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