A los investigadores noruegos que buscan El Grito, recién arrebatado del Museo Munch de Oslo por delincuentes armados, podría ayudarles el rastreo de antecedentes. Por un lado está el robo del que fue objeto el mismo cuadro, la imagen de la angustia, hace diez años. Por otro lado está el robo de la angustia misma, la ocultación del dolor desbordado, el esconder con fines innobles un alarido sordo y final que conmueve el paisaje. Fue en España, hace siete años, cuando un grupo de políticos arrebató El Grito que su gente lanzó desesperada tras vivir un ultimátum, compartir los últimos latidos de una joven víctima y atravesar el tiempo inútil para acabar viendo morir a Miguel Ángel Blanco, en cuya tragedia, en cuya inaceptable fatalidad reconoció la nación su propio rostro.
Grito ahogado en las gargantas de un país tan viejo que a menudo se olvida de quién es, pero tan joven como su mártir civil. Grito silencioso y terrible que removió los cimientos de la historia, y el suelo de las calles crepitaba y, como en el cuadro, los cielos querían desplomarse, y enloqueció la perspectiva, y la conciencia se erizó, y el aire se tiñó de desesperación y se llenó de manos alargadas, bocas abiertas y ojos desorbitados. Ese grito de fin del mundo, ese grito nuestro, lo robaron unos sujetos en Estella.

