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Juan Carlos Girauta

El bosque de la legalidad

Hasta que algunos partidos se empeñaron, no existía en España ninguna demanda real de reforma constitucional, como no la había de reforma estatutaria en Cataluña. Eran batallas planeadas en el club de los políticos

A excepción del presidente del Gobierno, que acaba de anunciar una larga época de estabilidad territorial, y de los que están obligados a darle la razón, la clase política admite de uno u otro modo que asistimos precisamente al final de la estabilidad territorial. Los menos, con alborozo; los más, con temor. Y alguno que otro con indignación,
 
Comprometer la prosperidad conseguida en estos años resulta tan temerario que asombra la aquiescencia de la gran mayoría de ocupantes de cargos institucionales. Se diría que nadie ha comprendido que la estabilidad política es condición del mantenimiento de esa prosperidad, y que la confianza de los ciudadanos en el futuro de su país es indivisible; no se fragmenta claramente en una confianza como administrado, otra como justiciable, otra como inversor, otra como consumidor, sino que se trata más bien de una sola confianza. Trabajar por su conservación es un imperativo que debería estar más allá del color político del gobierno de turno.
 
Hasta que algunos partidos se empeñaron, no existía en España ninguna demanda real de reforma constitucional, como no la había de reforma estatutaria en Cataluña. Eran batallas planeadas en el club de los políticos. El punto crítico, el cambio de tendencia, el principio de esta carrera desconstructora está en la formación del Gobierno tripartito de Pasqual Maragall. El asombroso avance de una lógica apartada de los intereses reales de la gente, cuando no opuesta, sólo ha sido posible por la penosa sumisión voluntaria de la mayoría de los generadores de opinión y de muchos profesionales de la política. Es inconcebible que desde la cúpula del Tribunal Constitucional se relativice el contenido de los principales preceptos constitucionales, aunque extraña menos si se considera que antes dudó de la condición nacional de España el propio presidente del Gobierno.
 
Sabemos que el presidente de una cámara puede negarse a cumplir una sentencia judicial, que un sujeto que mató a dos policías se ha librado hasta ahora de pagar por ello, que un tribunal de ámbito territorial limitado le puede enmendar la plana al Tribunal Supremo, que Josu Ternera ha sido el hombre de los derechos humanos en un parlamento. Pero, si tomamos distancia, lo verdaderamente preocupante es que todas estas cosas que escandalizan a los españoles y causan alarma social no nos dejen ver el bosque. El bosque de la legalidad: todas son, han sido, perfectamente legales.
 
Se sabe desde siempre que justicia formal y justicia material pueden no coincidir. Y, sin embargo, debemos seguir confiando en la justicia formal, en una justicia muchas veces injusta. Y, fuera y por encima de ella, en el criterio del Tribunal Constitucional. No hay otra vía. Como Sócrates, beberemos la cicuta. No sin antes lamentar la inmensa cobardía que durante años han ido mostrando, una y otra vez, tantos hombres importantes en los tres poderes.

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