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Fernando Díaz Villanueva

Se vende moto

La matanza de Atocha no existió, ni las manifas del No a la guerra, ni el chapapote, ni las sedes del PP echando fuego de madrugada, ni los de Hay Motivo...

Está muy de moda un tal Juan Campmany, –respire aliviado, nada tiene que ver con el columnista de ABC– que, según repiten sin descanso, hizo de Zapatero ese líder chiripitifláutico que es hoy. De hecho, el gachó es nada menos que el que se inventó aquello de ZP, que tanto juego está dando a sus críticos, incluyéndome a mí naturalmente, aunque lo prefiera en la forma Zetapé, que es la variante que Cristina Losada utiliza habitualmente con esa retranca gallega tan deliciosamente suya.
 
Baltasar Magro se lo llevó hace unos días a su sala de masaje en la cadena pública y créame, el tal Campany era digno de ver; inflado como un balón de playa, encantado consigo mismo y ejerciendo de genio de la lámpara a medio hervir. La visita al Ente no se debía al hecho de que el PSOE sea su principal cliente y su mayor motivo de orgullo profesional. Nada de eso, como usted bien sabe, la nueva TVE de Caffarel no sabe de partidismo, es una televisión para todos (y todas). La entrevista vino porque el publicista acaba de sacar un libro al mercado que entre los tontos del márketing está causando furor. El librito se llama “El efecto ZP” y es el clásico tostón que pertenece a ese curioso género en el que un publicista se autoalaba por el éxito de una campaña una vez que ésta ha funcionado. Vamos, lo de siempre.
 
La publicidad, que no es más que propaganda refinada y pasada por la turmix de la modernidad, es una de esas disciplinas que ponen a los progres frente a sus propias contradicciones. Por un lado, el izquierdista es de natural enemigo acérrimo de la publicidad porque es la cara amable de un sistema que detesta. De hecho, entre culturetas lo que a la gente le gusta, esto es, lo comercial, es por definición malo mientras lo que a ellos les gusta, o, mejor, lo que les tiene que gustar para mantener su estatus de superioridad moral, es independiente o Indy, neologismo cateto que, llevado al extremo, bien podría aplicarse al Payo Juan Manuel, a Tijeritas o a cualquiera del top de las gasolineras. Por otro, si los creativos publicitarios son de la secta o si los lemas se ajustan a alguno de los mantras que previo pago distribuye El País para consumo de mentes simples, la publicidad es un arte consumado. De ahí que haya tanto publicista del pesebre y que sea una profesión donde la concentración de progres por metro cuadrado es mayor incluso que entre los periodistas, que ya es decir. 
 
Campmany pertenece a ese selecto grupo de ungidos por la bendición de los sacerdotes de la secta. Viene a decir que Zapatero ganó las elecciones gracias a él, que su eximia genialidad cambió la imagen de un partido y de un líder al que llamaban Bambi o Sosoman y que, llegado el momento, su magistral campaña cristalizó en el triunfo de los socialistas en marzo del año pasado. Ja, ja, ja. La matanza de Atocha no existió, ni las manifas del No a la guerra, ni el chapapote, ni las sedes del PP echando fuego de madrugada, ni los de Hay Motivo... ni nada de nada aparte de sus ocurrencias sobre la chupa de cuero de Trinidad Jiménez o la feliz idea de transformar el segundo apellido del candidato en dos letras; la Z de zopenco y la P... la P de peligroso.
 
Dicen que los publicistas no son más que vulgares mercachifles que saben algo de dibujo, y sin ser del todo cierto de lo que no me cabe duda es se trata del gremio donde los vendedores de motos hacen su agosto. Juan Campmany ha vendido la suya, y lo ha hecho dos veces. La primera con una campaña que da dentera sólo recordarla. La segunda con un libro en el que pretende que creamos lo increíble. Es de suponer que también ha cobrado por duplicado.     

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