Escribe Charles Dickens al comienzo de una de sus novelas más memorables, situando así la acción, que entonces vivían los hombres tiempos difíciles. No informa esta declaración de un hecho extraordinario ni de una anomalía. Pues, no hay, en rigor, tiempos mejores o peores. Siempre ha habido tiempos difíciles y “años en el desierto” que atravesar. Edades de piedra y de acero en los que a menudo los hombres más íntegros, los que no están dispuestos a bajar la cabeza, por sumisión o por vergüenza, han vivido en fría y cortante soledad. Cuando proclaman “¡no nos rendiremos jamás!”, dicen “jamás”, no “de momento”.
Otros, en cambio, ante la tormenta se ponen a cubierto o se escudan tras mil coartadas, se hacen el loco o el Arquíloco. Llegan a un punto en el que, de estar mucho tiempo en la intemperie o entre dos aguas, acaban por rendirse. Ocurre asimismo que los años no perdonan y que ir por la vida de enfant terrible acaba por agotar a cualquiera. Pasan del “Basta Ya” al “Hay Motivo” o al “Ahora, sí”, de confesarse un energúmeno, y aun enorgullecerse de ello, de estar en todas las manifestaciones, a acudir a La Moncloa o a reuniones privadas, en petit comité, entre amigos, cuando el anfitrión conviene o es “uno de los nuestros”. La resistencia tiene un límite y más altas torres cayeron.
Los periodos de decadencia, tiempos difíciles donde los haya, se ponen en evidencia en el instante en que están huérfanos de pensadores influyentes, líderes espirituales, maîtres à penser, voces autorizadas que iluminen el camino. O bien en el momento en que los que lo fueron, dimiten de su puesto y claudican. Entonces, las cumbres se confunden con los valles y las grutas. Acontece el crepúsculo de los dioses. Ya todo es plano. Todo es lo mismo. ¿Por qué esto nos importa? Simplemente porque es importante. A un enano intelectual no podemos exigirle que esté a la altura de los tiempos, pero sí a los templados y a los bien plantados que no se rebajen.
No hay, en efecto, tiempos más o menos propicios si de lo que se trata es de cumplir con la tarea del hombre. Mas sí existen hombres mejores y peores. Quienes afrontan el destino y quienes lo rehuyen. Evasiva o victoria: he aquí la eterna cuestión actual.
Lo penoso del caso sucede cuando los que han sido un referente o un significante intelectual, cultural y social (otros dirán “cívico” para resumir) se dejan llevar por la ola de las vigencias colectivas y siguen la corriente, como los demás, como el resto. Se suman a los que mandan, como uno más, abiertamente, ya sin ningún decoro, sin subterfugios, sin equidistancias. El hombre sabio lo es porque sabe lo que dice, cuándo lo dice y a quién lo dice. Y punto. Dice lo justo, sin esforzarse en dar la razón a Cioran cuando afirmaba que toda palabra es una palabra de más.
De aquellos “comités de expertos”, estos lodos. Tenía que romperse la cuerda de la equidistancia en algún momento, acabando el díscolo por tomar partido. Fernando Savater nunca ocultó sus fidelidades. En su autobiografía razonada “Mira por dónde” lo deja muy claro: “A ese diario [El País] me liga, a pesar de ocasionales decepciones y sinsabores, una deuda de gratitud vital que nada nunca podrá borrar”. Los tiempos difíciles en que vivimos fuerzan a una sublime decisión. La cosa ha llegado a un punto dramático en la izquierda española y entre los “progres”, en que o se sale uno del PSOE y de PRISA o se queda con todo el equipo.
Se veía venir. Jon Juaristi lo advirtió en su columna de este pasado domingo en ABC: “Pues claro que la amistad de la izquierda está condicionada a la sumisión ideológica o al conformismo borreguil, vaya novedad”. Nada nuevo, pues.
Es su elección. Todo filósofo sabe bien el valor de elegir. Lo grave del “caso Savater” es que la “gratitud vital” haya terminado vistiéndose de pacto con el diablo y con la muerte. Así se refuerzan poder y autocomplacencia, y se aseguran de paso algunos amigos, pero no se gana en potencia ni en eternidad. Todo buen lector de Spinoza lo sabe. Savater ha cortado por lo sano por el punto más sangrante: las víctimas. Ha sacrificado a las víctimas en nombre de ZP para afianzarlo en el poder y no regrese la Derecha al Gobierno. Primero fue Peces, luego Manjón. Fallaron como teloneros de la negociación con ETA, porque fueron torpes. Y porque, actuando de apagafuegos, se han quemado pronto. Las asociaciones de víctimas y los que no son ciegos les han señalado con el dedo.
