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EDITORIAL

El escamot de la costa mallorquina

Lo más preocupante es que el asalto fue acaudillado por un diputado en Cortes que, además, hizo ostentación de su condición de tal antes, durante y después de pisotear a conciencia la Ley

El día 22 de enero de este año se celebró una manifestación en Madrid para pedir al Gobierno que no dialogase con la ETA. Al final de la misma, el ministro de Defensa, que se había presentado en ella por sorpresa, denunció que había sido objeto de una agresión por parte de dos individuos no identificados, probablemente ultras de extrema derecha según repetían sin cesar los medios adictos al Gobierno. Al día siguiente, el delegado del Gobierno en la capital tras una rápida investigación dispuso que dos jubilados y militantes del PP de Las Rozas eran los culpables de la agresión y fueron citados en comisaría para declarar. Poco importa ya que más tarde se demostrase que la acusación carecía de fundamento o que la versión ofrecida por José Bono se viniera abajo en cuanto se profundizó en la investigación. El hecho es que el Gobierno actúo de inmediato ante lo que, de primeras, parecía una intolerable agresión a un miembro del Gobierno. Se multiplicaron los editoriales condenatorios y prácticamente no se habló de otra cosa durante aquella semana de invierno.
 
El sábado pasado la vivienda mallorquina de Pedro J. Ramírez fue asaltada por un grupo de independentistas catalanes y radicales de extrema izquierda -comandados por el diputado de ERC Joan Puig- y no ha pasado nada. Muy al contrario, los Guardias Civiles que presenciaron la agresión se inhibieron de actuar y los que llegaron después saludaron cortésmente a los asaltantes. Cuando el domingo pasado el diario El Mundo editorializaba comparando el suceso con una escena más propia de los años 30 que del siglo XXI dio de pleno en la diana. En este triste acontecimiento protagonizado por un diputado nacional, uno autonómico  y dos concejales confluyen, al menos, tres quebrantamientos graves de la Ley, a saber; concentración ilegal, agresión física a los vigilantes y allanamiento de espacio público cuyo uso se encontraba en suspenso.
 
Siendo de extrema gravedad un asalto de estas características, lo es más si partimos del hecho que la propiedad allanada es la del director de uno de los principales periódicos españoles y, no tan casualmente, el rotativo de papel que más ha hecho por investigar sobre el 11-M. No en vano, los vándalos, antes de entrar en la polémica piscina que Pedro J. Ramírez posee en la zona marítimo-terrestre de la Costa de los Pinos, se encargaron de calentar el ambiente coreando a gritos una consigna que decía, textualmente: “Pedro J., hijo de puta, la Ley está con nosotros”. La intención política del acto queda, pues, fuera de toda duda y tanto Joan Puig como el resto de asaltantes deben lo antes posible dar cuenta de ello ante un juez.
 
Porque lo más preocupante del caso no es el asalto en sí. Episodios similares se dan a lo largo y ancho de nuestra geografía durante todo el año azuzados por el fundamentalismo ecologista tan en boga en nuestros días. Lo más preocupante es que el asalto fue acaudillado por un diputado en Cortes que, además, hizo ostentación de su condición de tal antes, durante y después de pisotear a conciencia la Ley. Por si esto fuera poco, este diputado forma parte del partido que sustenta al Gobierno Zapatero en la Cámara Baja y ha sido, hasta su cierre, portavoz de ERC en la Comisión parlamentaria del 11-M. Con semejante currículo, es decir, con un diputado ejerciendo de violento escamot que castiga al director de un diario, el asalto toma unas dimensiones políticas que, efectivamente, acercan lo sucedido el sábado en la costa mallorquina al enrarecido ambiente de los años previos a la Guerra Civil. Y sólo eso ya es motivo de alarma.

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