Líbano es la clave
Los delirios de victoria árabe ya han empezado a esfumarse sobre el territorio libanés, como lo demuestran las sorprendentes declaraciones de Nasralá según las cuales no hubiera ordenado los secuestros de soldados si hubiese sospechado las consecuencias.
Antes, durante y después de la pasada guerra de 34 días, Líbano es la clave del Líbano y una clave muy importante para todo el Oriente Medio. Disipadas trágicamente las esperanzas puestas sobre Irak, el pequeño país fue en su momento el éxito más prometedor de la política democratizadora de la administración Bush, una espléndida y efímera floración en el yermo regional que se dejó irresponsablemente marchitar. La oportunidad ahora es todavía mayor, aunque no más fácil. Lo que está en juego es aún más importante y la urgencia por no dejar pasar la ocasión de absoluto apremio.
En el país hay más elementos de democracia que en casi todo el mundo árabe-islámico junto. Nada ideal, desde luego. El sistema de cuotas de poder consagrado en la constitución y en gran medida en el sistema electoral no tiene nada de modélico pero al menos posee la gran virtud de que asegura el respeto de las minorías y la participación de todos. Esa es su grandeza y su miseria. Obliga al consenso perpetuo y con frecuencia paralizante, trampeando a las mayorías. Más vicioso es todavía el gran poder de los clanes hereditarios en el seno de cada comunidad religiosa y la desfachatez con la que realizan alianzas contra natura, para preservar o ampliar su predio político y económico. Ejemplo, el intachable patriota general Aoun, maronita, con un largo exilio en París por su rechazo del invasor sirio, con cuyos sicarios, Hezbolá incluido, se alía nada más regresar al calor de la revolución del cedro. Años antes Jumblat, jefe genético de los drusos, "perdonó" al sirio el asesinato de su padre para, tras años de sometimiento, dirigir la oposición contra el asfixiante vecino en cuanto surgió la oportunidad. Juegos sucios y opacos que interpenetran toda la vida política libanesa.
Pero la revolución del cedro fue un glorioso momento de unidad nacional que puso en su sitio a las tropas de Damasco, de su lado de la frontera. Una gran manifestación de Hezbolá en apoyo de sus patronos y benefactores fue ampliamente desbordada por los opositores que querían sacudirse el yugo.
Pero el que los uniformes ya estén fuera no significa que se volatilizara el enraizado sistema de poder sirio. Queda toda una tupida red de turbios agentes secretos, asesinos en potencia y acto e intereses económicos legales y espurios en los que están atrapados individuos de todas las comunidades. Y queda, naturalmente, la compacta y poderosa Hezbolá. Todos ellos dispuestos a darle la vuelta al calcetín revolucionario.
El carácter acomodaticio de los políticos libaneses de profesión y casta, un asesinato por aquí y otro por allá, siempre impunes, de figuras clave en el movimiento nacional y democrático, y la difícilmente resistible potencia militar del Partido de Alá, muy superior al del propio ejército nacional, por lo demás infiltrado durante años por intereses sirios y chiíes, han ido dejando la revolución en aguas de borrajas, bajo el control de los seguidores del jeque Nasralá.
La paliza que su organización ha recibido es la segunda oportunidad que pocas veces ofrece la historia. Muy mal anda el orgullo árabe cuando de tal manera se infla con el mero hecho de que las fuerzas israelíes no hayan continuado sus operaciones hasta imponer una rendición a sus enemigos, producto de una discutible decisión estratégica, pero de ninguna manera de impotencia militar. Esa oportunidad reside en la reconstrucción del Líbano, mucho menos destruido y sobre todo mucho más selectivamente de lo que el eficaz aparato propagandístico de Hezbolá ha hecho creer a muchos periodistas demasiado predispuestos a la credulidad. Los delirios de victoria árabe ya han empezado a esfumarse sobre el territorio libanés, como lo demuestran las sorprendentes declaraciones de Nasralá según las cuales no hubiera ordenado los secuestros de soldados si hubiese sospechado las consecuencias. Salvo Pirro ¿qué auténtico vencedor proclama que la victoria no le ha merecido la pena, es decir, que no ha sido tal y eso en plena borrachera de desquite religioso-civilizacional?
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