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Serafín Fanjul

Rojos y moros

En el fondo, sienten pánico de percatarse y reconocer con quién nos jugamos los cuartos. Mientras no les suceda algo serio a ellos mismos, a ellos, no se van a enterar de nada. Tenemos rollo para rato.

No es que en la actualidad haya rojos, en sentido estricto. Hay progres, que son otra cosa más blandita, acomodaticia e instalada, con menos convicciones y ninguna gana de arriesgar o molestarse por defender las pocas que les quedan. Sustituyeron las convicciones por la Visa-Oro y las ideas por la PlayStation y están prestos a manifestarse valientemente, bandera tricolor al hombro, o con pancarta antipepé distribuida por los coches de Ferraz, si la cosa no se alarga y nos fastidia la sauna o la velada donde no falta el champán francés (a veces, hay cava para jeringar a la derechona) ni los chistes sobre Esperanza Aguirre.

Uno no se imagina a ninguno de los rojos históricos, los verdaderos (incluidos la Pasionaria o José Díaz) diciendo no saber qué es la nación, avergonzándose de ser españoles o dispuestos a hacer negocietes inmobiliarios con Gil Robles o Calvo Sotelo (el de entonces, el asesinado por la policía socialista). Pero esto es lo que hay: se obstinan en ser herederos morales y bien selectivos del régimen del 31 (la rebelión del 34 contra la República no les suena de nada), pero como la historia es evolución y cambio, ellos, maestros en transformismo, se metamorfosean y adaptan a las nuevas situaciones. Ya se sabe: adaptarse o morir.

Rebusco entre mis papeles y extraigo tres. Uno es un documento-manifiesto del PCE (18 de agosto de 1936) que ha sido publicado en varios libros; no es una primicia, pues, pero no me negarán ustedes que tiene guasa:

Las cenizas del obispo don Opas y del conde don Julián se habrán estremecido de júbilo. No se ha extinguido su raza de traidores. Satisfaciendo mezquinos apetitos de venganza personal, ellos abrieron las puertas de España al agareno, que ambicionaba poseer nuestras huertas feraces, nuestras ricas montañas, nuestra tierra incomparable, que deseaba gozar la belleza de nuestras mujeres. Al cabo de varios siglos, se repite su traición; curas y aristócratas, generales cobardes y señoritos fascistas sacan de lo hondo de las cabilas más feroces del Rif los hombres de más bestiales instintos, a los que traen a España a pelear prometiéndoles toda clase de botín. Violaciones, asesinatos, robos: todo se les consiente.

Ni la Asociación Baluarte de Hidalgos de Covadonga lo diría mejor.

El segundo es un fragmento de una Carta al Director (El País, 20 de junio de 1979) en que un tal Antonio Silvestre, de Valencia, protesta por el "aumento de las pensiones a los combatientes marroquíes que intervinieron en nuestra guerra civil" y añade: "tendremos que contribuir todos a mejorar las condiciones de vida de los que vinieron a España a matar españoles, saquearnos y otras acciones que los españoles de aquella época tenemos muy presentes en nuestra memoria".

El tercero es un recorte, de ABC, del pasado mes de junio, en que se da cuenta del enfado de PSOE, IU, BNG y ERC por haberse sumado el embajador de España en Rabat a un homenaje en ese país al general Mizzian, que fuera capitán general del ejército de Franco, lo cual da pie a una tal Carmen Hermosín para dejar muy clarito que "Mohamed Mizzian fue un militar golpista que llegó a ostentar la máxima graduación en el ejército de Franco y que está documentada su atroz actuación durante la guerra civil y la postguerra utilizando las más criminales y siniestras prácticas".

O tempora! O mores! Ris-rás, magia Borrás: ¿Qué se hizo de aquellos granados infanzones que sostenían, sin enmendallos, los más acendrados denuestos contra la morisma, tan propios de la izquierda española (o de la aglomeración de comunidades autónomas)? ¡Patarata! Ahora sale el bienquisto Llamazares pidiendo que se implanten clases de beréber –él dice tamazight, que es más fino y prueba mejor su nivel cultural– aquí y acullá, sin percatarse el rapaz de que a los árabes –a los islamistas no digamos– repugnan estos particularismos, tan hispanos, de andar resucitando hablas coloquiales y culturetas de andar por casa y sin futuro alguno: si piensa de tal guisa congraciarse con los inmigrantes y trincar unos cuantos votos de musulmanes, el prócer de la izquierda está marrando el camino.

Y, para no quedarse a la zaga, todos los años el 2 de enero la Plataforma por la Tolerancia de Granada nos da la tabarra con su pretensión de suprimir la fiesta de la Toma que, en la ciudad, es un pequeño acontecimiento y notable motivo de jolgorio, que nunca falta. Los cuatro gatos de la Plataforma "en la que se integran colectivos de defensa histórica de la ciudad, organizaciones de izquierdas y grupos por derechos civiles, defienden que la festividad deje de ser una concentración franquista [De hecho, la fiesta comenzó a celebrarse a principios del siglo XVI, pero ellos no lo saben] y se transforme en una fiesta de solidaridad y convivencia entre las culturas, más acorde con los valores democráticos y constitucionales".

Dicho así sonaría tremendo, si no supiéramos que detrás de todas esas supuestas organizaciones hay media docena de personas –cuando las hay– que en el rato en que no se solazan jugando al parchís con su primo (el otro miembro de la asociación), triscan hasta por los cerros de Sierra Nevada por ver de afanar una subvención. Y en vez de sumarse a las celebraciones de todo el mundo y participar con el personal en su regocijo, intentan imponer celebraciones "solidarias, colectivas y unitarias" cuyo primer objetivo es prohibir los gustos y creencias ajenos y aburrir al mismo ganado lanar con sus tostones y cursiladas de gentes mal alfabetizadas. Lo de siempre.

De repente, la izquierda, traicionando los sentimientos de sus antepasados ideológicos, que habían sufrido, por ejemplo, la Guerra de Africa, se ha vuelto arabófila, sin saber con qué se come eso, si con tenedor o cuchara o a puros puñados, como el cuscús. Y les da igual que el Nobel Wole Soyinka (El País, 17 de marzo de 2006) abomine de islamistas y fanáticos musulmanes en general; que sólo reste un tercio de población cristiana en Belén, cuando en otros tiempos era el 90 %; que Ayaan Hirsi Ali ande por el mundo fugitiva y mutilada; que a un blogger egipcio acaben de condenarle a cuatro años de cárcel por criticar al islam (tiene suerte de seguir vivo); o que Hamás un día sí y otro también proclame sin ningún pudor sus intenciones de "recuperar" al-Andalus. Si tal ocurriera, podían prepararse los progres, los primeros.

En este capítulo, como en otros, la opinión, la aguerrida militancia verbal y hasta las escenografías teatrales –como ir en romería a visitar a Arafat– por parte de la izquierda española han girado ciento ochenta grados, bien encauzados desde principios de los noventa por el grupo Prisa, que descubrió por aquellas fechas (ver hemerotecas) cuán conveniente podía resultar jugar a fondo la carta árabe-musulmana, pasando de antiárabes y nada propalestinos a palmeros del islam como mirífica y redentora salvación para extirpar los pecados del mundo y arrumbando en el baúl de los recuerdos incómodos la conciencia israelí-occidental, mucho menos productiva y lucida en la actualidad, cuando se trata de esgrimir insobornables compromisos éticos cuya mera enunciación ya exime de cumplirlos: el mismo que explota, negativamente, la participación española en Iraq, la prolonga y bendice en Afganistán. Modelo de honradez, cuando no de coherencia.

En el fondo, sienten pánico de percatarse y reconocer con quién nos jugamos los cuartos. Mientras no les suceda algo serio a ellos mismos, a ellos, no se van a enterar de nada. Tenemos rollo para rato.

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