En el último número del Chronicle de Higher Education –la publicación de referencia del mundo académico– se publica un artículo sobre profesores que son intimidados físicamente por sus estudiantes. "La mayor parte de nosotros tiene miedo a un enfrentamiento físico – afirma el autor – y, por tanto, estos estudiantes agresivos y hasta peligrosos siguen adelante, sabiendo que la intimidación y las amenazas veladas les harán obtener lo que quieran de la vida." A este profesor le han aconsejado en más de un centro que no permita que sus estudiantes averigüen dónde vive, no dé el número de teléfono de su domicilio a nadie y lo retire de la guía telefónica.
Este es un mundo universitario muy distinto a aquel en el que comencé a dar clases en 1962. A lo largo de los años vi cómo se producía el cambio. Durante mi primer año de docencia, en el Douglass College de New Jersey, fui uno de los pocos profesores que no invitó a su casa a los estudiantes. Un colega, de hecho, me preguntó el motivo.
– Mi casa es un apartamento de soltero – le expliqué –, y ese no es un lugar apropiada para invitar a las jóvenes a las que doy clase.
– ¿Cómo estás tan chapado a la antigua siendo tan joven? – contestó.
¿Cómo se pasó de ahí a aconsejar a los profesores que retiren sus números de teléfono de las páginas amarillas? La respuesta a esa pregunta tiene consecuencias no sólo para el mundo académico, sino para la sociedad en conjunto y hasta para las relaciones internacionales. Y es que este cambio se debió a que quienes dirigían las universidades fueron demasiado débiles para emplear el poder que tenían, y en su lugar confiaron en la evasión inteligente con el fin de evitar enfrentamientos. Se pasaron de listos, vaya.
"Negociaciones" y "flexibilidad" fueron consideradas como las alternativas sofisticadas al enfrentamiento. La mayor parte de los campus de todo el país se tragaron ese enfoque, que fracasó una y otra vez, porque ceder a las exigencias de los colectivos de estudiantes sólo condujo a nuevas y mayores exigencias. El mundo académico nunca se recuperó por completo de aquello.
Muchos se dieron palmadas en la espalda a sí mismos en los años 70 por la restauración de "la paz" universitaria. Pero casi siempre fue la paz de la rendición. Con el fin de apaciguar a los radicales se crearon toda suerte de asignaturas ideológicamente orientadas, además de programas y departamentos enteros cuya principal función era impartir el victimismo y el resentimiento, que con frecuencia contrataban a personas cuyas credenciales académicas eran escasas o incluso inexistentes. Tales asignaturas, programas y departamentos aún siguen con nosotros en el siglo XXI no porque no se reconozcan sus deficiencias intelectuales, sino porque nadie se atreve a deshacerse de ellos.
Una de las raras excepciones a esas rendiciones por todo el país durante los años 60 fue la Universidad de Chicago. Cuando los estudiantes ocuparon un edificio de la administración, docenas de los asaltantes fueron expulsados temporalmente o a perpetuidad. Eso puso punto y final a los disturbios.
No existe absolutamente ninguna razón para que instituciones académicas con muchos más aspirantes a ingresar en ellas de los que pueden aceptar tengan que tolerar desórdenes públicos, violencia o intimidación. Cada estudiante que se expulse puede ser reemplazado inmediatamente por alguien de la lista de espera. En caso de problemas más serios, se puede llamar a la Policía. El rector de Harvard Nathan Pusey lo hizo en 1969, cuando los estudiantes se hicieron con un edificio de la administración y empezaron a enviar a los medios información confidencial de los historiales de los profesores. Pero los afectados se enfadaron... con Pusey. Pedir a los polis que pisaran el sagrado suelo del campus fue demasiado para ellos. Simplemente no era políticamente correcto y, como podrá decirle un rector más reciente de Harvard, Lawrence Summers, ser políticamente correcto puede ser la diferencia entre seguir siendo rector o tener que abandonar el despacho.
La autoridad en general, y la fuerza física en particular, son anatema para buena parte de la élite intelectual de la izquierda, ya sea académica o de cualquier otro ámbito. Siempre pueden inventar alguna "tercera vía" para evitar tener que tomar decisiones difíciles, ya sea en la universidad, en la sociedad o entre naciones. Por otra parte, no tienen demasiado interés en averiguar las consecuencias reales de esas terceras vías. Tener que aprender a convivir con la intimidación proveniente de sus propios estudiantes es una de ellas.

