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El deber del líder

Como Ronald Reagan demostró, la visión del mundo que tenga el presidente determina las decisiones que tomará en el difícil camino en defensa de la libertad.

Kim Holmes

La derecha debe hacerse una pregunta clave durante estos meses restantes de la campaña presidencial: ¿qué papel debe desempeñar Estados Unidos en el mundo? La respuesta es importante. Determinará si los norteamericanos seguirán siendo libres, prósperos y disfrutando de cierta seguridad, además de si nuestra nación continuará siendo el líder del mundo libre.

Es así de sencillo, pero cierto. Como Ronald Reagan demostró, la visión del mundo que tenga el presidente determina las decisiones que tomará en el difícil camino en defensa de la libertad. En noviembre, los votantes tendrán que decidir qué candidato tiene la visión de Estados Unidos que mejor se asemeje a la propia.

En Estados Unidos, hay básicamente dos visiones que compiten entre sí. Una está basada en nuestra historia, en las ideas y principios fundadores expresados en nuestra constitución: la de una nación que salvaguarda y fomenta la causa de la libertad. La otra es la de un Estados Unidos que siempre cede su liderazgo a los órganos internacionales, incluyendo los caprichos de Naciones Unidas y la Unión Europea.

Todos los norteamericanos deberían reflexionar al respecto: si no aceptamos la carga del liderazgo, ¿quién lo hará? Y ¿a quién preferiríamos al mando de la toma de decisiones sobre nuestras vidas? Si permitimos que nuestras acciones sean determinadas por otras naciones que aspiran a una cierta idea en evolución sobre "derecho internacional" y "consenso internacional", no debería sorprendernos su indiferencia por nuestra seguridad.

En un mundo como ése, la ONU podría bloquear una incursión que deseáramos llevar a cabo para destruir un campo terrorista que hubiese lanzado otro brutal ataque contra Estados Unidos. O podrían arrastrar a nuestra secretaria de Estado ante una corte europea para responder por "crímenes de guerra" en Irak. La ONU y otros órganos internacionales podrían incluso decidir cómo debieran condenar a los criminales en Texas, Florida o cualquier otro estado de la unión, así como la forma de administrar nuestras propias cárceles. ¿Le suena disparatado? En este momento, los progres de Estados Unidos están trabajando junto a sus homólogos en Europa para verlo hecho realidad.

Si ésta es la visión del mundo que se impone, nuestro poder militar disminuiría. Y con ello, nos iríamos de Irak sacando la bandera blanca a al-Qaeda. Asistiríamos a conferencias internacionales junto a dictadores con la esperanza de que no nos machaquen mucho. Ataríamos tanto las manos de las agencias de inteligencia y de la policía de Estados Unidos que no podrían protegernos contra ataques terroristas.

Si esta visión prevalece, emprenderíamos campañas quijotescas, despilfarradoras, y sin esperanza de concluir con éxito para "dar dignidad" a los pobres del mundo –lo que sea que eso signifique–, tal y como los asesores de Barack Obama aconsejan. Intentaríamos descubrir los "valores" de otros en lugar de los nuestros, tal como Madeleine Albright desea. Y como avestruces, meteríamos la cabeza en la arena ante los terroristas que aspiran a matarnos, creyendo que eso acabaría con la "política del miedo", que es como los progres llaman a la firme estrategia en defensa de la vida de los norteamericanos.

Francamente, esta visión es escapista. Se basa en el errado supuesto de que Estados Unidos puede abandonar la pesada carga de la defensa de la libertad –el propósito mismo de nuestro país– tanto dentro como fuera de sus fronteras con sólo optar por tomar decisiones fáciles e indoloras. Pero esas opciones han demostrado ser inútiles.

Si nos vamos de Irak, el pueblo iraquí caerá en una guerra civil que podría extenderse a través de Oriente Próximo. Puede que Irán acceda a sentarse con nosotros en una conferencia internacional, pero no a abandonar sus armas nucleares. Y si cerramos Guantánamo, aquellos que tanto se regocijarían, pronto se quedarían mudos al ver que los terroristas regresan al campo de batalla para volver a matar a sus propios compatriotas musulmanes así como a otros norteamericanos.

Eso no nos vale. Debe prevalecer una mejor visión para el liderazgo norteamericano en el mundo. Debemos recuperar la influencia, el respeto y la fuerza que teníamos a finales de la presidencia de Reagan. Podemos lograrlo si contamos con un liderazgo que fuera tan ilusionante, visionario y competente como el de Reagan.

Primero, debemos cerciorarnos de que Estados Unidos siga siendo el caballo ganador, especialmente en Irak y Afganistán. Nadie desea seguir a un perdedor. Debemos hacerlo mejor en la tarea de convencer a nuestros aliados de que nos importa su seguridad tanto como la nuestra en la larga guerra contra el terrorismo.

En segundo lugar, debemos fortalecer nuestro ejército y revigorizar nuestras alianzas con los que defienden la libertad como nosotros. Si no somos fuertes militarmente, la diplomacia no servirá de nada.

En tercer lugar, debemos ser líderes en la modernización del sistema internacional para adecuarlo al siglo XXI. Necesitamos nuevas coaliciones y organizaciones que le encuentren una salida a los casos difíciles cuando las organizaciones anticuadas se encastillen en batallitas egoístas que poco tienen que ver con la libertad.

Finalmente, debemos poner nuestra propia casa en orden. Estados Unidos no seguirá siendo una gran nación a menos que contenga su gasto público antes de que éste consuma el dinero necesario para Defensa y otros programas básicos, controle sus fronteras para bloquear el ingreso de inmigrantes ilegales, criminales internacionales y terroristas y refuerce el sistema educativo para que los ciudadanos entiendan verdaderamente la historia del país y tengan tanta confianza en nuestra causa como para salir a defenderla.

Estados Unidos es una gran nación porque nuestros primeros pasos en la escena internacional fueron en defensa de la libertad. Ya no podemos seguir dándole la espalda a ese papel histórico que nos impuso el destino, como tampoco podemos volvernos contra nuestra constitución después de 221 años.

Sin embargo, no hay nada inevitable en la grandeza de Estados Unidos. Durante cada generación, el destino de nuestra nación depende de la toma de decisiones difíciles. En la actualidad, la opción crucial ante nosotros –la elección del próximo presidente norteamericano– marcará el rumbo del liderazgo americano en el siglo XXI.

©2008 The Heritage Foundation
* Traducido por Miryam Lindberg

Kim Holmes es vicepresidente de la Fundación Heritage en asuntos de politica exterior y defensa.

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