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Gina Montaner

Una jornada particular

Una jovencita con una pegatina McCain-Palin alza un cartel que reza: "Hitler quería cambios, Castro quería cambios, Chávez quería cambios. ¿Estás seguro de que tú también quieres cambios?". Lo ominoso del mensaje contrasta con el ambiente festivo.

Falta algo más de una semana antes de que se celebren las elecciones del 4 de noviembre, pero en el sur de la Florida se suceden las colas para el voto anticipado.

Es sábado y ha amanecido soleado. Me acerco a la biblioteca pública de Coral Gables, donde soy la última en una larga fila antes de llegar a la entrada del edificio. Uno de los voluntarios que reparte gratis botellas de agua nos dice que el tiempo medio de espera es de dos horas. En el césped hay clavados más carteles del ticket McCain-Palin que de Obama-Biden.

Mientras avanzamos lentamente vuelvo a revisar la boleta oficial de muestra, donde ya he marcado mis preferencias para la presidencia y vicepresidencia, el Congreso, representantes del distrito y enmiendas constitucionales. A mi alrededor algunos discuten la posibilidad de que, siguiendo el ejemplo de Europa y Latinoamérica, se cambie el día de la elección a un domingo y no al primer martes de noviembre. Para muchos votar en un día laboral añade estrés cuando se combina con el trabajo y las obligaciones que muchos tienen con los hijos. No hay que olvidar que la tradición de acudir a las urnas un martes se remonta a 1845, cuando el Congreso eligió esa fecha pensando en una población mayoritariamente dedicada a la agricultura, que empleaba el domingo y el lunes para viajar hasta lejanos colegios electorales con la idea de regresar a sus granjas el jueves para reincorporarse a las faenas. Son cada vez más los que, dos siglos después, abogan por la conveniencia de votar durante el fin de semana.

Dos mujeres charlan cerca de mí y es imposible no escucharlas. Están preocupadas por el aumento del desempleo pero creen que serán de los afortunados que no se quedarán en la calle. Una de ellas, que ya ha pasado la cincuentena, le comenta a la otra que mucho peor que esta crisis fue su divorcio, después de que su marido de toda la vida le notificara que quería empezar una nueva vida sin ella. "Después de eso ya estoy hecha a todo", le dice. Me parece oír que ahora sale con hombres que conoce por medio de los match.com en internet. Durante un buen rato me olvido del calor que hace, absorta en la conversación de estas desconocidas que sin querer me hacen partícipe de sus confidencias. Me siento como una extra en un episodio de Sex and the City.

Ha pasado algo más de una hora cuando logro doblar la esquina y me coloco a pocos metros de la puerta de la biblioteca. Bajo uno de los frondosos árboles tan característicos de este hermoso barrio donde una vez vivió Juan Ramón Jiménez con Zenobia, una jovencita con una pegatina McCain-Palin alza un cartel que, traducido del inglés, reza: "Hitler quería cambios, Castro quería cambios, Chávez quería cambios. ¿Estás seguro de que tú también quieres cambios?". Lo ominoso del mensaje contrasta con el ambiente festivo en la calle.

Un poco fatigada por el bochorno y distraída por los avatares amorosos de la mujer abandonada por su marido de toda la vida, cuando me doy cuenta ya es mi turno para votar. Turbada, por un momento olvido qué me ha traído hasta la biblioteca de Coral Gables un sábado por la mañana. Cuando salgo, el sol ha desaparecido entre los nubarrones y ha comenzado a lloviznar. Los votantes que aguardan pacientemente se guarecen bajo sus paraguas.

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