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Gina Montaner

AIG: se buscan vivos o muertos

Con la anuencia de un Congreso adormilado, aprobaron el plan de salvamento sin incluir cláusulas que velaran por el destino y manejo de la subvención. Lo que ha hecho AIG con la limosna puede ser moralmente reprochable, incluso repugnante, pero es legal.

Es como el Lejano Oeste, cuando en las tabernas aparecían carteles de búsqueda y captura de los más temibles forajidos. Los altos ejecutivos de AIG (American International Group) son hoy los Jesse James y Liberty Balance que antes campeaban a sus anchas en Wall Street. Ya Michael Douglas los había inmortalizado en el cine con aspecto de chacales elegantes vistiendo camisas a rayas y tirantes de marca. En la exclusiva tienda Brook Brothers compraban trajes de impecable merino y en los clubes de moda de Nueva York muchos de ellos descorchaban botellas de la Veuve de Cliquot para celebrar sus hazañas bursátiles. Eran los tiempos de la burbuja financiera, de la gran especulación y bonos millonarios que se derrochaban en resorts de las mil y una noches.

Ya sabemos cómo acabó esta orgía que parecía perpetua: con las más grandes compañías financieras llorando miserias ante el Congreso de los Estados Unidos y pidiendo limosna a un Estado que cada vez se comporta más como una dama dedicada a la caridad pública. Mientras a Lehman Brothers lo dejaron pudrirse en un rincón, AIG fue un pordiosero más afortunado y recibió millones antes de hundirse por su mala gestión. El Gobierno aseguró que proteger a AIG era una forma de salvarnos todos y economistas como el Premio Nobel Paul Krugman han dado por buena la receta, advirtiendo que los bailouts son un mal necesario para prevenir la debacle mundial si se permite el orden natural de la selección de las especies que defiende el capitalismo darwiniano.

Bien, ahora también sabemos que la junta de directivos de AIG tomó de la dádiva un total de 165 millones de dólares para repartir entre los ejecutivos de la división financiera. Pudo más la nostalgia por el caviar, las mansiones y las vacaciones sibaritas que el deber de poner en orden los números de la empresa. Era inevitable el sentimiento de rencor social entre una población que apenas mantiene vivo su plan de retiro o 401 K y lucha por no perder sus viviendas. El espíritu versión light de la Revolución Francesa recorre el tejido social de un país en recesión. De la noche a la mañana los Wonder Boys del mercado de valores se esconden en sus chalés como María Antonietas asustadas por la sombra de la guillotina. El pueblo siempre quiere sangre a modo de castigo ejemplar y los jefes de AIG huyen hasta de las cuchillas Gillette.

La administración Obama ha querido aplicarle un torniquete a esta herida social que se desangra, pero ya es muy tarde. Con la anuencia de un Congreso adormilado, aprobaron el plan de salvamento sin incluir cláusulas legislativas que velaran por el destino y manejo de la subvención. Lo que ha hecho AIG con la limosna puede ser moralmente reprochable, incluso repugnante, pero es legal. Como simple accionista, el Gobierno tiene las manos atadas frente a la directiva de la corporación. O sea, se encuentra en la misma situación que cientos de miles de individuos cuyas acciones están al desamparo de los manejos y triquiñuelas de unos pocos que deciden por muchos que al final no tienen ni voz ni voto.

En vista de la torpeza infinita de los políticos, la imaginación colectiva juega con descabelladas fantasías en las que los ejecutivos de AIG pagan por su desvergüenza. Un congresista republicano ha llegado a sugerirles que lo más honroso sería el suicidio. Eso es confundir a los de Wall Street con samuráis. Qué ingenuidad.

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