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David Jiménez Torres

Internacionales

El mundo es un lugar gigantesco, cada uno de nosotros es pequeñísimo y extraordinariamente inconsecuente, y no nos vendría mal afrontar la vida con algo de perspectiva y de humildad.

Antes, en tiempos más elitistas, universidades como Oxford, Harvard, Princeton y, por supuesto, Cambridge se enorgullecían de atraer a los hijos de las mejores familias autóctonas; a los estudiantes internacionales no los mencionaban mucho o, si lo hacían, era en términos que dejaban bien claro que en su país pertenecían a la alta aristocracia (lo cual, de paso, era casi siempre cierto). Ahora, ante el auge del multiculturalismo de los últimos treinta años, las universidades se callan un poco la cantidad de estudiantes de familias ricas que tienen, y no pierden a cambio ocasión de mencionar la de estudiantes internacionales que atraen: todo panfleto publicitario exhibe una plétora de rostros hindúes, coreanos, iraníes y de distintos países africanos (por alguna razón, el multiculturalismo no suele extenderse a Latinoamérica... a saber por qué). Dudo bastante de que los porcentajes de ambos grupos (estudiantes autóctonos de familias bien y estudiantes internacionales) hayan cambiado en los últimos treinta años; antes explicaría el cambio en la estrategia publicitaria de estas instituciones en función del mayor éxito que puede tener hoy en día hablar de mi amigo australiano, mi novia hindú y mi compañero de piso japonés, que de mi amigo del clan McDougal, de la familia Waldorf, de los herederos del duque de Marlborough.

El caso es que es cierto que en este tipo de instituciones resulta muy fácil conocer a gente de otros países y continentes, de culturas con las que jamás hemos tenido contacto y zonas del mundo que sólo nos suenan del Risk. Y resulta un ejercicio muy sano einstructivo salir de tu burbuja nacional y conocer a personas que de otra forma jamás habrías llegado a conocer. El problema es que a veces este ejercicio también puede resultar decepcionante. Porque si te esfuerzas por conocer a gente de otros países como personas en vez de como miembros de una nacionalidad (esto es, si les preguntas no por el sistema electoral o la composición étnica de su país sino por lo que le interesa estudiar a él o a ella, lo que le gusta hacer en su tiempo libre, lo que hizo el viernes pasado, etc.) te darás cuenta de que, fantasías multiculturales aparte, todos son muy pero que muy igualitos a ti. Para empezar, porque el camerunés o surcoreano o peruano de turno casi nunca va a ser un hijo de humildes granjeros aferrados a las tradiciones autóctonas que te hable del sistema de regadío de su comarca: será más bien un vástago de la aristocracia local o nacional que se maneje bien con el inglés y esté occidentalizado a conciencia. Y también porque, en la era de la globalización cultural, gran parte de los chavales nacidos a mediados o finales de los ochenta hemos jugado con los mismos juguetes, hemos visto las mismas series y películas, adorado a los mismos actores y actrices y personajes de ficción, visto la versión de nuestro país de Gran Hermano y Operación Triunfo y probablemente soñado, en algún momento inconfesable y de extrema debilidad, con ser magos e irnos a vivir a Hogwarts.

Esto no es algo negativo, o al menos no debería serlo para alguien que afronte el tema con algo de cabeza: la progresiva homogeneización de la baja (o digamos media) cultura nos permite entendernos, crea un espacio común que facilita las primeras conversaciones y simpatías; permite, como decía antes, conocer y ver a Abdul, a Jae-Eun o a Adamou no como razas o nacionalidades (actitud que, en mi opinión, siempre acaba fomentando una distancia cuasi-racista) sino como jóvenes de la misma edad, con muchos de los mismos intereses, motivaciones e influencias. Y tampoco impide aprender de los compañeros de otros países cosas importantes, basadas ahora en su situación nacional más que en su individual forma de ser (de un surafricano, por ejemplo, podemos aprender que por mucho que nos quejemos de España, hay lugares donde todo está mucho, pero que muchísimo peor). Sobre todo, permite aprender la lección más importante que debemos aprender los veinteañeros: que el mundo es un lugar gigantesco, que cada uno de nosotros es pequeñísimo y extraordinariamente inconsecuente, y que no nos vendría mal afrontar la vida con algo de perspectiva y de humildad. Eso sí, el pariente de turno quedará decepcionado cuando te pregunte en la reunión familiar que cómo es tu amigo jordano y reciba por respuesta un "pues... normal...".

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