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José Antonio Martínez-Abarca

El dogma complutense

Los universitarios organizados no tratan de aprender nada ni siquiera de los suyos, de sus admirados dictadores, porque no están allí para captar experiencias ajenas, sino para transmitir la ausencia de las suyas.

Las universidades españolas se están convirtiendo en una cosa bien rara. En ellas, como el famoso Consejo de Estado del general Franco que se reunía de vez en cuando para escuchar lo que tenía que mandar el aconsejado, hay unos aprendices, los alumnos, que se reúnen de vez en cuando para propinar lecciones magistrales a los conferenciantes, con mayor o menor cantidad de insultos y esputos según se adapten más o menos a sus camisetas del "Che". Los universitarios organizados no tratan de aprender nada ni siquiera de los suyos, de sus admirados dictadores, porque no están allí para captar experiencias ajenas, sino para transmitir la ausencia de las suyas.

Administran recetas para arreglar el mundo en dos pancartas cuando aún no han empezado en él más que oteándolo por el culo del botellón. Como no hay nada que deban conocer del universo exterior no sea que incurran en desviacionismo, reciben a los dignatarios como si fueran meritorios, sabiendo que éstos se arrastran ante ellos para conseguir la mejor coartada para cualquiera que desee perpetuarse en el poder: el título de amigo del "idealismo universitario", y si puede ser con una muceta de "honoris causa", mejor.

Las muy curiosas universidades españolas son espacios de formación, sí: pero no para los oyentes, sino para los parlantes, no para los que deben recibir conocimientos, sino para los que pretenden transmitirlos, porque éstos se reeducan forzosamente en un rato al comprobar cómo los universitarios los reciben con amenazas, dianas con sus caras y gargajos, si no son comunistas o al menos asesinos de masas, o con balotadas, zalemas y cucamonas, si es que aproximadamente lo son. Así la Complutense. Que, como todos los demás ciclos superiores españoles, no está entre las primeros doscientos del mundo, quizás porque en las primeras doscientas universidades del mundo hacen algo inaudito, inconcebible, insultante aquí: que los que tengan algo definitivo que decir sean los que han ido efectivamente a decirlo, no los que estaban matriculados para apuntarlo.

Recibían en la Complutense al presidente boliviano Evo Morales y a su famosa "chompa", que parece que esta vez no era acrílica, sino de pura lana de llama andina, para desilusión, me imagino, de los que al llegar éste al poder vieron la salvación del cosmos en esta estética de liquidación de mercadillo. Las células universitarias de la ciencia infusa no estaban allí, tampoco en este caso, para escuchar a nada ni a nadie, porque como ha quedado acreditado por las autoridades ya lo saben todo: el que había ido a transmitir su cosmovisión, por muy Evo Morales que se llamara y mucha satisfactoria satrapía que aplicara en su país, era quien debía recibir algo. Ésta vez no agresiones, contra la costumbre. Sólo pasamanería por el lomo, belfos rendidos de babas y el certificado extendido por los delegados de clase y los activistas de los sindicatos claustrales de que Evo se adapta al dedillo al dogma político de la universidad española, transmitido de generación en generación de pipas para "hash".

Fue la escenificación de que el indio bueno progresa adecuadamente. De que, consentidos matasietes al fin, los zangolotinos miembros de la postguardería española le conceden su máxima distinción: perdonarle, no sólo ideológicamente, la vida.

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