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Bernd Dietz

La demoscopia, estúpido

Muy pronto llegará nuestra derecha filoseparatista, antiliberal, cebrianodependiente, compadreadora y populachera para apaciguar al personal demostrándole que, con ella, no corren el menor peligro los vicios.

En Rodríguez Zapatero, como en las manadas de electores que respiraron o siguen respirando como él, hay un rasgo definitorio. Aparecen obtusos, inasequibles a la realidad, encantados de haberse conocido. Por eso, como mucho, reaccionan tarde y mal. Lo hacen nublados por la fatuidad, por una incapacidad congénita para verlas venir, por una lerdez encallecida con la reiteración, por la certeza empírica de que hasta la fecha les ha ido de cine comportándose con altanería y victimismo, pues nada ni nadie de peso les ha pedido cuentas todavía. Recuerdan a esos conductores que, puesto que tardan su buen rato en arrancar cuando el semáforo se pone en verde, deducen que pueden compensarlo pisando el acelerador cuando se aproximan a otro semáforo que acaba de ponerse en rojo. Porque la picaresca autotélica consiste en suponer que los de aquí somos unos agraviados perennes, unos espabilados con bula, unos justicieros por sobrecompensación. Bastante menos estresados, eso sí, que cualquier europeo leibniziano o kantiano. Se conducen con tal superstición en virtud de una propedéutica tridentina y animista, que desdeña el raciocinio pragmático. De un sentimentalismo futbolero. De una incurable propensión a manejarse en su burbuja de jactancia, en la que son aceptables todas las bolas, añagazas y tejemanejes. Con tal de que, a los ojos de un aplaudidor del montón, cuyo estómago se haya curtido ingiriendo la línea de productos del grupo PRISA y sus satélites (nuestros formadores del espíritu nacional), ellos perciban que de tal guisa logran emerger más guapos. Sin que les contriste una pizca ser unos consentidos plegables como mesitas de avión, sostenidos a base de autoestima de balde. Aupados en un zafio legitimismo sin mérito, contrario al menor rapto de cordura e introspección autocrítica. Algo que nos evoca, por cierto, a esos catedráticos glandulares, popes del aparato, que alardean de su capacidad de convertir en catedrático a un animal de bellotas, con tal de que sepa firmar y leer un papel en voz alta. Y te largan una ristra de chorizos ibéricos, para probar que no le faltan a la verdad. Ah, el poder democrático. Ah, la verdad judicial. Tantísima teología no pudo ser inútil. Esta criatura de Frankenstein la hemos ensamblado entre todos. Porque para tanto no daba (ni queriendo, vamos) el célebre maquiavelismo leonés, que vendría a ser como las mantecadas de Astorga, o bastante menos, en términos de fibra y consistencia.

Cualquier fetiche sirve, si se trata de desviar la atención y profesar respetabilidad denunciando las perversidades ajenas. Como para eso han servido de siempre los judíos (veremos lo que se tarda en endilgarles la crisis financiera; de momento, empiezan a ocurrir en Madrid intentos de linchamiento físico antisemita a manos de sujetos izquierdistas), ahora tenemos el episodio de la flotilla de Gaza, que viene pintiparado. Pobrecillos, estos militantes de la ayuda humanitaria, que añoraban emular al querido comandante Che Guevara. Tal, si gobernasen los republicanos en EEUU, nos estaríamos rasgando las vestiduras y arrancando los cabellos profusamente repoblados (para probar que hasta las vanidades, como las hípicas, pueden ser progresistas, siempre que las usufructúe la izquierda), como reacción al reciente vertido caribeño. Que, si hiciera falta, hundimos otro Prestige o volamos un Maine, jajajá. O practicamos otras intervenciones de tapadillo, como comprenderás inmencionables. El caso es maquinar contra los malos, los que nos sacan de quicio, la derecha depredadora, esos amigos de Hayek, Mises y Popper que mataron a García Lorca (y encima se atreven a desvelar que se citaba con José Antonio Primo de Rivera, fuerte manera de chafarnos la mitología escolar), porque los que liquidaron a José María Hinojosa, total, un buen poeta del 27, y qué, no es para tanto, eran, como es notorio, de los buenos. El caso es echarle combustible a la caldera, no sea que se nos pare la locomotora antes de montar la gresca. Venga lucha de clases. La izquierda genuina, además, es la que no consiente la desigualdad, bajo pena de muerte. Ah, la justicia popular. ¡Venga, a pertrecharse de armas y testosterona, y a limpiar el país de desiguales! ¿No ha fracasado ya el capitalismo?

La estrategia de Rajoy para oponerse a tamaña rufianería, a la concatenación de patrañas, desfalcos y siembras de tempestades que compone la acción de gobierno, resulta de lo más inteligente. Un prodigio de astucia y de presciencia. El propósito, en avispada maniobra marxista, es agudizar las contradicciones del sistema para estimular un pelín la catástrofe. Por lo demás, hay que hacer pedagogía. Dar confianza balsámica. Ratificar el inmovilismo infantil que nos hermana. Muy pronto llegará nuestra derecha filoseparatista, antiliberal, cebrianodependiente, compadreadora y populachera para apaciguar al personal demostrándole que, con ella (apenas un retoquito cosmético, nada de cirugía lacerante), no corren el menor peligro los vicios, las quimeras y las predilecciones de la patria. Que puede continuar el cachondeo, porque la pólvora, un decir, es regia. Antes muertos que sencillos. Mejor castizos que ilustrados. Cualquier cosa antes que emancipados, frugales y librepensadores. A la economía, que la detengan, es una mentirosa, malvada y peligrosa. Algo que apesta a burguesía, a tipos con brillante expediente académico, a madrugadores con talento, a juego limpio y que gane el mejor, a que el joven preparado desplace al interino que jamás aprobaría una oposición. Qué arcadas. Aquí, no siendo incendiario, el que no vaya de avestruz no se come un rosco. Y así sucesivamente, cual si allende fronteras no nos tuvieran calados. Ya no es que convenga al recambio en la jefatura. Es que, como viene sucediendo desde hace demasiados desengaños (según tenía aprendido Montaigne), la farra, o en caso de despecho las masacres sanguinolentas, las demandan los súbditos, para seguir en sus trece.

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