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Bernd Dietz

Hymen

Si el matrimonio homosexual chirría algo, es exclusivamente por lo que comparte con las Primeras Comuniones laicas, el Ser Supremo de Robespierre o las hamburguesas vegetarianas, todavía sin mayúsculas.

Sabrosas disquisiciones las de Luis del Pino sobre el matrimonio homosexual en la soleada California (cuya lectura es condición previa para comprender este artículo), que aportan, junto a talento escrutador, alimento para seguir reflexionando. Abrigan analogías aplicables a buena parte de otros pseudoproblemas nuestros, como el derecho a la fabricación de etnicidades grotescas, bajo pía advocación de los cuales te vuela la tapa de los sesos un subnormal, se vuelve multimillonario un facilitador de protésica seguridad o construye sumas parlamentarias un taimado, socios para infortunio nuestro los tres, con alguno más, en el negocio de la mitología. Industria de enajenación sostenible en la que tanto monta Joseph Smith, Jr. como Sabino Arana, por no remontarnos a antigüedades atinentes más milagreras aún. La calamidad ilustra la estructura profunda. Cómo los rasgos centrales de las religiones cuando debutan, es decir, la fe literal en la literatura fantástica y la pasión por masacrar a los que dudan o creen en ficciones rivales, son trasegados por el romanticismo a las religiones laicas que empuñan el testigo, los nacionalismos y los socialismos, para emular el patrón con entusiasmo de profetas neófitos. Aunque volviendo a la escolástica esponsalicia. Partidarios y detractores de la figura jurídica sometida a discusión llevan su parte de razón, nos enseña nuestro ingeniero de telecomunicaciones, pues encuentra que ambos bandos enfrentados logran esgrimir honorabilidad, integridad intelectual y afán de construir unas reglas de juego para la civitas sobre premisas racionales y de benignidad universalizable.

Por esta vía, claro, no desentraña el dilema el erasmista olfateador del 11-M. La imposibilidad de elegir entre el criterio de que lo determinado por la autoridad competente (que con frecuencia, variando según la época y el país, puede exhibir una incompetencia clamorosa, y recuerde cada lector las exacciones, la estupidez togada, la mendacidad institucional o los galones de crueldad que, vinieran o no legitimados por el refrendo plebeyo, le haya tocado conocer) equivale a lo verdadero y lo bueno, y el criterio de que lo verdadero y lo bueno precede a cualquier determinación histórica, política y cultural, por lo que su elucidación operativa habría de encomendarse a instancias especializadas e intangibles con jurisdicción totalizadora, por ejemplo la voluntad divina, el derecho natural, la justicia revolucionaria o el catecismo progresista, en versión irrefutable del contingente hermeneuta al mando (por ende conectado previsoramente a los de las puñetas, la picana, el gulag, los sambenitos y la hoguera). De optar entre dos modos de estar vendido, vaya. Aunque se den sociedades en las que la especie humana haya empezado parsimoniosamente a desprenderse de su innata barbarie, sus miedos asesinos y su borreguismo.

Indagaciones así, fundadas y escrupulosas, son corrientes en el campo del liberalismo clásico, de John Stuart Mill a Hayek, que es vocacionalmente empirista, analítico y promotor de las libertades individuales, por lo que carece de temor, agenda oculta o rencor vengativo a la hora de ensanchar la certeza y acotar el error. Algo socrático y filantrópico, que deberían haber interiorizado nuestros párvulos desde hace siglos, si no fuera porque hemos preferido transitar sin sobresalto ni imaginación de la Inquisición a la LOGSE, para regocijarnos hoy con ZP y sus sostenes. No es arduo descifrar, en consecuencia, por qué dicho liberalismo emancipador, apenas se insinúa, cosecha una misma ojeriza ("¡fascista!", "¡antipatriota!", "¡insolidario!", etc.) por parte tanto de la derecha teocrática como de la izquierda colectivizante, que a despecho de sus propios evangelios comparten un aplastante objetivo inmatizable, consistente en atizar y doblegar al librepensador espontáneo para ayudarle a conseguir la salvación que, en su inconsciencia profana, no acaba de avenirse a desear. De ahí, naturalmente, que para ellos y sus machaconas teleologías sean engrasadamente permutables las redacciones de educación y descanso (perdón, fútbol) de COPE y de PRISA. Como que en los anales de una y otra iglesia, de eminencias clónicas, tenga ferroviaria excusa cuanta matanza, vejación, censura, taumaturgia, requisa, intimidación o santurronería precisen normalmente rentabilizar los pastores a cuento de la bienaventuranza, entiéndase la estabulación, de la feligresía gabilondizada.

Si el matrimonio homosexual chirría algo, es exclusivamente por lo que comparte con las Primeras Comuniones laicas, el Ser Supremo de Robespierre o las hamburguesas vegetarianas, todavía sin mayúsculas. Por esa travestida mímesis, gráficamente descrita por el Auden mayor ("¡homófobo!", baladrará con agujero solo la flauta de Zerolo). Dicho de otra manera y con simpatía genuina, por su tierna superstición a la hora de querer restaurar, cual fetiche amnésico, lo que antes se había pretendido despojar de su animismo prestigiado y sus prescriptivas casuísticas, por la arriesgada libertad. Poco tiene ello que ver con lo exigible legítimamente (como respeto, la posesión del propio cuerpo o patrimonio), y demasiado con el apego ñoño a una moral de bueyes y siervos. ¡Radiante ordenancismo hierocrático! Se concluirá, no que ansiamos romper nuestras cadenas (el marxismo-leninismo, ellos siempre prometiendo paraísos al pardillo, tornó el sintagma tenebroso), sino que nos cautiva obedecer clasificados, marcados con el hierro de la granja, entonando los himnos comunitaristas, para luego felicitarnos atestando el convite.

Pensar es una actividad que no es posible realizar en grupo (a diferencia de orar, participar en un mitin, animar a tu equipo o salir a cazar tutsis). De ahí que cualquier ganadero te avise de que estar sin compañía resulta no sólo menos divertido, sino además bastante peligroso. Que se lo digan a Jan Hus, cocinado a la parrilla en Constanza, mientras los padres conciliares alternaban con Imperia y las setecientas azafatas.

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