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Gina Montaner

El sofá asesino

Quienes pasan dos horas al día frente a una pantalla duplican el riesgo de morir de un infarto.

Está claro. Pasarse más de media vida apoltronado en un sofá, amarrado al escritorio de la oficina o atrapado en un vehículo acorta la vida de manera alarmante.

Por mucho Wii (ese otro invento que nos encierra y nos aparta de los parques) que la gente practique en el salón de su casa, las horas frente a la televisión y el ordenador enganchados a reality shows y las redes sociales, sólo han contribuido aún más a un sedentarismo adiposo cuyo mal se agazapa en las arterias y el corazón. Será, tal vez, un perverso mecanismo de la naturaleza para contrarrestar una longevidad creciente que nos coloca en una media de vida de casi 80 años y que, al menos en Estados Unidos, ya ha tocado techo, con datos que indican que el camino hacia la inmortalidad ha sufrido un descenso.

Con frecuencia los estudios médicos señalan hechos que están a la vista. En este caso una publicación del American College of Cardiology, tras seguir durante cuatro años la actividad de unos 4.000 hombres escoceses, arroja datos reveladores: quienes pasan dos horas al día frente a una pantalla duplican el riesgo de morir de un infarto. Si se trata de cuatro horas, las posibilidades de morir aumentan un cincuenta por ciento. En cuanto a la gente obesa, el mero hecho de abandonar el mullido sofá y la adicción a la caja tonta, de inmediato contribuye a que quemen más calorías.

Durante mucho tiempo pensé que mi mayor aversión a las ciudades que no permiten caminar era el simple hecho de la morriña por el bullicio de las avenidas; las calles atestadas de peatones, cafés y establecimientos que avivan las sensaciones frente a la adormilada anestesia de las autopistas y el extraño paisaje de urbes sin centros ni plazas donde ejercitar las piernas en el acto tan natural y necesario de andar. Grandes broncas por mi parte con quienes se empeñan en aparcar a la puerta misma de los centros comerciales, incapaces, a estas alturas, de caminar unos metros. Era, pensé, el hábito de muchos años bajando y subiendo las escaleras del metro o desplazándome con celeridad en una vieja capital europea con el recuerdo del adoquín irregular y gastado. Sorteando la ciudad en obras. Todos con prisa y a paso rápido.

Habrá mucho de añoranza en la estampa mental de aquel tumulto cosmopolita, pero, también, el convencimiento de que este presente tan estacionario sólo puede derivar en el anquilosamiento más malsano por mucho ejercicio que uno intente forzar en una rutina de coche, distancias inhumanas y encierro en cubículos. De hecho, uno de los resultados de este reciente estudio es que una hora diaria de ejercicio apenas puede combatir el efecto de la inactividad prolongada en el metabolismo lípido que va ralentizándose hasta debilitar los músculos, ensanchar la periferia de la cintura y provocar una inflamación interna que acaba por hacer del sistema circulatorio un atrofiado guiñapo.

¿Qué recomiendan los expertos a una creciente población que sufre de sobrepeso y pasa más del 20% del día con las posaderas en un asiento? Dar paseos cortos y frecuentes en centros de trabajo donde la inmovilidad puede alcanza las nueve horas, y en los que muchos empleados ni siquiera se apartan de su mesa para comer. Muy elegantemente y con pavorosas estadísticas, los científicos nos enfrentan a una verdad ineludible: tiene que haber una diferencia sustancial entre la inmovilidad de las horas de sueño y las que pasamos despiertos.

No es casualidad que en ciudades como Nueva York, Washington, Boston o Chicago todavía abundan ciudadanos en buen estado físico que han escapado a los estragos de la inercia y el desenfreno calórico combinados. En Estados Unidos, donde los habitantes parecen haberse rendido a una gordura que avanza como Godzilla, son los últimos reductos de una existencia hecha a la medida de nuestras coordenadas vitales. Hay nostalgias que obedecen a las necesidades reales del corazón.

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