Les confesaré algo. Creo que es la primera vez desde que tengo uso de razón que no he visto el debate sobre el estado de la Nación. Voy más allá. Cierto es que tuve un día complicado pero sería más justo afirmar que la pereza pudo definitivamente conmigo. Me conformé con visionar alguno de los resúmenes al llegar a casa.
Y ya puestos, ahí va la tercera confesión. Odio las despedidas. De todo tipo. En aeropuertos, en estaciones de tren, por Navidad, antes de un viaje, después de él, abrazos familiares, besos tiernos de pareja. Las odio profundamente.
Pero si además se trata de una despedida que esperas, que sabes de antemano que va a aliviarte, anunciada por el interesado desde hace tiempo y llegado el momento permanece inmóvil desafiando al tiempo y a la paciencia, no les quiero ni contar.
Nuestro presidente no sólo ha desafiado con absoluta osadía desde que llegó con sus hoyuelos y su sonrisa a La Moncloa a todo aquello previamente establecido, pactado y eficazmente probado hasta entonces por el anterior Gobierno.
No contento con sus primeros pasos de tierna infancia gubernamental, empezó a jugar con el Estado como si de un puzzle se tratara, sólo que algunas de las piezas, de tanto usarlas, se quedaron con los bordes resquebrajados y sin el encaje inicial. Así, quiso recuperar una memoria histórica dividiendo a un buen número de españoles que tenían las heridas cicatrizadas con la ayuda del paso del tiempo y de un sistema democrático bien asentado.
Otro día se levantó y pensó que él solito acabaría con el terrorismo de la ETA hablando y tomando unas cañitas mientras los pasamontañas reposaban en las sillas de madera. Y no contento con ello permitió que esa mezcla de gente que integra el inquietante –por ser sutil– Bildu se paseara tranquilamente por las instituciones y administraciones vascas y navarras.
Con el atrevimiento de la ignorancia y de la inconsciencia de ser conocedor de sus propias limitaciones, muy propias de quien accede a una responsabilidad de estas características impulsado por unos cuantos socialistas que tras las carambolas que dan las conspiraciones se inventaron aquello de las nuevas vías, se sentó en otro momento y decidió que con sus manitas y una bola del mundo lograría, mediante la Alianza de las Civilizaciones, llevar la paz al mundo como una miss Nebraska recién elegida.
Para otro momento voy a dejar la frivolidad permanente con la que ha abordado la inmensidad de asuntos que afectan al sistema educativo o a lo relativo a las adolescentes en particular. Pero Aído ya está colocadita.
Le salaire de la peur que en 1953 dirigió Clouzot con Yves Montand como protagonista relata la cruda historia de unos trabajadores que deben transportar un camión con nitroglicerina a través de un árido territorio latinoamericano. La necesidad les hacía arriesgar hasta el límite.
Pues así es como se sienten prácticamente cinco millones de españoles, sabedores de que en cualquier momento les puede explotar en sus propios cuerpos sin llegar al final. Y el causante de todo esto, haciéndose el remolón, manteniendo la sonrisa y dejando que España apure sus últimos suspiros. Como en el pasodoble. Pues menos mal que no llegué a verlo.

