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Bernd Dietz

Y líbranos del ideal

El atentado viene a recordarnos que la maldad es esencialmente transversal, un virus contingente y harto humano, y que cualquier maniqueísmo equivale a un fomento insidioso del odio y de la falsedad.

La masacre de Noruega es próvida en lecciones. Reitera para empezar que matan las personas, no las ideas ni las armas. Que quien asesina no tiene exculpación viable, ni de cariz ideológico (nacionalismo, cristianismo, islamofobia; o, con comparable frecuencia, marxismo, antisemitismo o revolución popular) ni de patología individual (marginalidad, delirio, una infancia infeliz). Y que las víctimas jamás merecen que les arranquen la vida, a diferencia de sus altaneros verdugos. Siendo de una vileza insuperable, que encaja bien con Rubalcaba o Setién, compadecerse más o menos de la suerte de aquéllos en función de una clasificación identitaria. Como destaca la inmundicia moral que brota de la boca de Tomás Gómez, al emparentar las actuaciones políticas de Esperanza Aguirre con la conducta del infame Breivik.

Igualmente ilustra que la extrapolación del crimen a las afiliaciones del perpetrador (la masonería de mandil almidonado, Kant, el rechazo del multiculturalismo) constituye un grosero desafuero. Y que el repugnante buenismo de moda, cifrado en casos como éste o el de la animalidad etarra en la deferencia del sistema penal respecto a los más horrendos delitos, supone escupir con impiedad sobre las víctimas y humillar a sus deudos. Como apesta la cínica inversión de valores típica del progresismo cañí, consistente en suavizar el castigo del mal y encogerse de hombros ante las fechorías más siniestras (asesinar, saquear los fondos públicos a gran escala, instrumentalizar la administración de justicia o politizar el monopolio estatal de la violencia), para extremar el ardor punitivo y la denuncia mediática contra meras fruslerías. Cuando no se opta por perseguir sañudamente a inocentes como Marta Domínguez, por osar no aplaudir al PSOE, para demostrar quién manda y puede retorcer la realidad a placer.

También nos ayuda a corroborar, según tópico veraz, que los extremos se abrazan. Que la extrema derecha, históricamente una reacción defensiva y vengadora ante la extrema izquierda, coincide con el fundamentalismo religioso y el laicismo estalinista en una única estructura profunda, consistente en determinado idealismo radical. Solipsismo intelectual y ético que sólo puede combatirse, ya no mediante el liberalismo democrático y el sabio escepticismo, con desideologizado injerto en una educación emancipadora y abierta que rehúya la indoctrinación, el sectarismo y los cordones sanitarios a los que son tan adictos los secuaces de la ceja (quienes ni nacieron con Zetapé ni se extinguirán con él), sino especialmente con la celosa intervención de jueces, fiscales y policías limpios e independientes, sometidos a la transparencia, el control y la rendición de cuentas, que no operen al albur del cacique de turno. Sobre todo si, como acaece a menudo entre nosotros, dichos gobernantes confunden el honor de servir al bien común con una patente de corso para el abuso, la prevaricación y el engaño.

Finalmente viene a recordarnos que la maldad es esencialmente transversal, un virus contingente y harto humano, y que cualquier maniqueísmo equivale a un fomento insidioso del odio y de la falsedad. Que el guerracivilismo de la "memoria histórica", por ejemplo, es un obvio aliado de la mentira, el resentimiento y la intolerancia. Que la propaganda manipuladora y la deshonestidad frentista de Zetapé y sus amigotes no tiene nada que envidiar a la de los demás fanatismos, escúdense en los supuestos planes de humanitarismo redentor en los que se escuden. Otra burla grotesca. Porque su higienismo tarado implica la principal suciedad, al ser acicate de la insania, alimento de la estupidez y justificación de la crueldad.

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