La moderna producción de normas capitaneada por los activos Ejecutivos actuales se caracteriza por ser excesiva y finalista, además de cambiar a velocidad de vértigo. Se legisla absolutamente todo y a todas horas.
Francisco Moreno
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berdonio dijo el día 3 de Diciembre de 2011 a las 17:34:
Atinadísimo y radiante artículo que debería suscitar reflexiones radicales, pues la ineludible conclusión es extrema: ley y política se excluyen mutuamente. Sin ser bien consciente de ello es imposible entender nada.
No se trata de que a los políticos no les gusten las reglas o les sepan a poco: niegan directamente un juego cuyo resultado quieren predeterminar. Condenan la libertad y la acción humana como fuente, nos dicen, de desigualdades e injusticias. Pretenden disponer, a modo de demonio laplaciano, de toda la información infusa necesaria para dictar a discreción, según sus particulares simplezas y prejuicios, el camino a los mortales.
“Si un individuo aspirante a gobernar aceptase impasible el resultado de unas reglas neutras sería tanto como firmar su destierro de la arena pública” Los políticos son delincuentes por necesidad, pues sentado el imperio del principio de igualdad ante la ley es obvio que ningún inicio de la coacción es lícito, y ¿qué clase de política se puede desarrollar sin iniciar ningún tipo de coacción? Ninguna. La conclusión es palmaria e impepinable. Apodíctica.
Basta ya de soslayar tan trascendente resultado. Basta ya de mentiras y pragmatismos acomodaticios. Cada vez que alguien jalea la política, cualquier política, hace apología del delito. De modo que déjense los cortesanos de cobardías e hipocresías y expliquen de una vez por qué creen que cierto tipo de delitos son necesarios. La carga de la prueba les corresponde, pues no es nada intuitivo que el crimen pueda ser un valor.
Si de esta ilación concluimos que el mejor político es el menos delincuente, el menos intervencionista, no será poco lo que habremos adelantado.
Atinadísimo y radiante artículo que debería suscitar reflexiones radicales, pues la ineludible conclusión es extrema: ley y política se excluyen mutuamente. Sin ser bien consciente de ello es imposible entender nada.
No se trata de que a los políticos no les gusten las reglas o les sepan a poco: niegan directamente un juego cuyo resultado quieren predeterminar. Condenan la libertad y la acción humana como fuente, nos dicen, de desigualdades e injusticias. Pretenden disponer, a modo de demonio laplaciano, de toda la información infusa necesaria para dictar a discreción, según sus particulares simplezas y prejuicios, el camino a los mortales.
“Si un individuo aspirante a gobernar aceptase impasible el resultado de unas reglas neutras sería tanto como firmar su destierro de la arena pública” Los políticos son delincuentes por necesidad, pues sentado el imperio del principio de igualdad ante la ley es obvio que ningún inicio de la coacción es lícito, y ¿qué clase de política se puede desarrollar sin iniciar ningún tipo de coacción? Ninguna. La conclusión es palmaria e impepinable. Apodíctica.
Basta ya de soslayar tan trascendente resultado. Basta ya de mentiras y pragmatismos acomodaticios. Cada vez que alguien jalea la política, cualquier política, hace apología del delito. De modo que déjense los cortesanos de cobardías e hipocresías y expliquen de una vez por qué creen que cierto tipo de delitos son necesarios. La carga de la prueba les corresponde, pues no es nada intuitivo que el crimen pueda ser un valor.
Si de esta ilación concluimos que el mejor político es el menos delincuente, el menos intervencionista, no será poco lo que habremos adelantado.