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Serafín Fanjul

División 250

En ficciones como la de la película 'Silencio en la nieve', todos los españoles de la División Azul detestan a los alemanes. En la España de 1940-41, sin embargo, las simpatías germanófilas eran arrolladoras

Cuando yo era niño –calculo que contaba ocho años-, una maestra en el colegio me echó un rapapolvo por contradecir su versión de la Guerra Civil, a la que llamaba "Guerra de Liberación", "nuestra guerra", "cruzada", etcétera. En síntesis, yo me limité a repetirle lo que oía en casa: que la ayuda alemana e italiana había sido decisiva para el triunfo nacional, ardua cuestión sobre la cual los historiadores siguen trabajando y que ni ella ni yo podíamos dilucidar con fundamento. La II Guerra Mundial todavía estaba fresca, aunque no reciente, y su recuerdo –y cuanto se decía ya en España sobre el nazismo, desde hacía años– pesaba de forma demasiado negativa como para que la buena mujer admitiera en público (aun de críos) intervenciones tan inoportunas que, por ende, reducían el mérito y valor de los españoles. O eso pensaba ella.

He visto la película Silencio en la nieve, que, como filme de suspense, no está muy logrado, aunque la ambientación visual sea notable y muy por delante de Spansi de Carlos Iglesias, que me pareció lamentable en todos los órdenes. Pero hoy no quiero hablar de cine sino de las incongruencias y hasta dislates de comportamiento y actuación política que peliculeros y periodistas siguen colgando –todavía hoy– a los divisionarios en un punto muy concreto y de importancia capital para entender esa parte de la historia: su actitud y concepto respecto a los alemanes, elaborados muy a posteriori y no por los mismos actores del drama, sino por descendientes o intérpretes (en exclusiva : ojo) de sus sentimientos, máxime desde que en España todos somos demócratas de toda la vida.

Invariablemente, en estas ficciones, todos los españoles presentes detestan a los alemanes y no se solidarizan con ellos para nada. (En Silencio en la nieve, en todas las ocasiones en que aparecen juntos unos y otros, salta la bronca, a las malas, a propósito de alguna canallada que van a perpetrar los tudescos); y, correlativamente, no se comprende por qué están en Rusia aquellos españoles: el que no es masón, ha ido a la fuerza, y el de más allá, ni trasluce la causa de su presencia. En alguna ocasión, en pura declaración retórica brevísima, incitando a cantar, alguno se muestra como falangista, lo cual casi con seguridad se podía decir del 90 por ciento de la tropa, pero sólo es un instante.

A través de lecturas, de conversaciones con quienes sí estuvieron, o por testimonios y comentarios orales o escritos de alemanes – mucho después de acabar la guerra – la conclusión a que un servidor llega (no es una estadística , ni una encuesta científica) es que afirmar que iban a "combatir al comunismo" es sólo un trozo de la verdad, porque los hechos visibles apuntan por otros derroteros: en la España de 1940–41, las simpatías germanófilas entre la derecha española eran arrolladoras. Ya sé que es una perogrullada, pero el travestismo hispano no se merece la complicidad del silencio. Sin entrar ahora en valoraciones morales de fondo sobre el nacional-socialismo alemán, materia sobre la cual se han escrito ríos de tinta –incluidas algunas gotas del arriba firmante–, los 45.000 voluntarios que se presentaron en sólo cinco días, tras abrirse el banderín de enganche, no se explican meramente por querer terminar con el comunismo; el juramento de fidelidad a Hitler, en Grafenwöhr, como encuadrados en la Wehrmacht (División 250 de la misma), tampoco; y menos los innumerables actos de heroísmo para auxiliar a tropas alemanas (el más conocido es la operación en el Lago Ilmen de la Compañía de Esquiadores del capitán Ordás para rescatar a una unidad alemana: de 207 hombres hubo 195 bajas, saquen la cuenta).

Hay mucho más que aquí no cabe, pero en vez de explicar el raudal de voluntades como fruto de la mala información (que en la época era deficiente en todas partes), de la euforia por la derrota en 1940 de los dos enemigos tradicionales de España (Francia e Inglaterra), del sentimiento agradecido por la intervención ítalo-alemana en la Guerra Civil, de la creencia en el inmediato hundimiento de "Rusia" (coser y cantar), se acude a la negación de hechos y sentimientos incómodos en la actualidad (mi maestra era una precursora, aunque no estaba sola y no me parece que fuese una roja o una progre del tiempo). Los soldados alemanes se alegraban –se sabe, con seguridad– de tener cerca a los españoles, como gente dura y de fiar (¿De dónde nos vino la metamorfosis?, aunque éste sea otro asunto) y de eso conservaron la memoria. Pero hasta personajes con apellidos de campanillas (insisto: no los protagonistas) rizan el rizo y tratan de que su padre o su abuelo escurran el bulto ya muertos, como nunca hicieron ni habrían hecho en vida.

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