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EDITORIAL

El derecho de manifestación está mal regulado

Las declaraciones de Cifuentes han sido denigradas como si de una intentona fascista encaminada a suprimir el derecho de manifestación se trataran

Si tenemos presente que en la capital se han celebrado casi 2.200 manifestaciones en lo que va de año, nos podemos hacer una idea de las molestias y el hartazgo que sufren muchos madrileños, especialmente aquellos que viven, trabajan o tienen que circular por el triángulo que forman la Puerta del Sol, Cibeles y la Plaza de Neptuno, lugar donde empiezan, pasan o acaban la mayoría de las manifestaciones.

Haciéndose eco de esta indignación de comerciantes y vecinos, la delegada del Gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes, ha propuesto abrir un debate sobre el modo de articular de mejor manera el derecho de reunión y manifestación, para que su ejercicio sea compatible con el derecho a vivir, circular y trabajar en un lugar habitable. En la misma línea, el fiscal general del Estado, Eduardo Torres Dulce, ha señalado que los poderes públicos pueden regular, si lo consideran necesario y sólo administrativamente, el derecho de manifestación.

Ha bastado con que Cifuentes y Torres Dulce hicieran esas sensatas declaraciones para que muchos denuncien poco menos que una intentona fascista encaminada a mermar o suprimir libertades fundamentales. Lo cierto, sin embargo, es que el derecho de reunión y de manifestación no sólo se puede regular, sino que está de hecho regulado por la Ley Orgánica 9/1983. Cosa distinta es si consideramos que está bien o mal regulado, y si se ha conseguido el equilibrio a que debe aspirar todo orden jurídico.

En principio, el articulo 10 de esa ley permite a la autoridad gubernativa modificar la fecha, el lugar, la duración o el itinerario de una reunión o manifestación, incluso prohibirla si considera que existen "razones fundadas de que puedan producirse alteraciones del orden público, con peligro para personas o bienes". El problema es que, a afectos prácticos, ese confuso requerimiento ha sido interpretado como exigencia tanto para poder prohibir una manifestación como para algo mucho menos taxativo: poder modificar la duración, el lugar o la fecha de celebración. Es evidente que para esto último deberían bastar razones de racionalización del espacio público y tener presente el perjuicio a terceros que puede ocasionar el ejercicio insistente y reiterado del derecho de manifestación en un mismo lugar, por muy pacífica que sea la forma. Como reclaman con sentido común los comerciantes madrileños: "Que se repartan las manifestaciones, que Madrid es muy grande".

Editorial aparte merecerían quienes, amparándose en el derecho de manifestación, se dedican a practicar la violencia, a enfrentarse a los agentes del orden o a socavar el Estado de Derecho. En este caso no hay que modular derecho alguno, sino ejercitar el deber, acorde a la ley, de reprimir tales conductas. Y es que, frente al papanatismo de algunos, no hay peor agresión al derecho de manifestación que su adulteración por parte de quienes lo utilizan de excusa o amparo para alterar el orden público y causar perjuicio a la ciudadanía.

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