Los sucesos que se están desarrollando actualmente en Egipto, con protestas ciudadanas cada vez más numerosas reprimidas por el poder totalitario de los "hermanos musulmanes", debería interpelar seriamente a las democracias occidentales acerca del papel que jugaron en lo que dio en llamarse la "Primavera Árabe". Interpretada en clave democrática con gran voluntarismo, la oleada de protestas que acabó con algunos sistemas despóticos del mundo árabe como el de Mubarak en Egipto no ha servido para establecer unos regímenes homologables con las democracias occidentales, sino más bien para entregar esos países al islamismo radical.
Egipto, sin duda el espacio geopolítico más sensible por su relevancia política en la zona y su influencia en el mundo árabe, está hoy sojuzgado por el régimen despótico de los Hermanos Musulmanes, organización situada tan sólo un escalón por debajo del radicalismo furibundo de los más conocidos yihadistas o talibanes. Las cancillerías occidentales celebraron la caída de Mubarak sin calibrar adecuadamente cuál iba a ser el resultado de la nueva reorganización política del país, con el resultado de que una dictadura aliada de occidente ha sido sustituida por otro régimen, igualmente totalitario, pero enemigo declarado de lo que occidente representa en términos de democracia y libertad.
Con las protestas ciudadanas multiplicándose en Egipto y el gobierno de Morsi aumentando la represión mucho más de lo que Mubarak llegó a plantearse siquiera, es difícil aventurar cuál va a ser el resultado final, sobre todo ante la inacción de las democracias europeas, todavía encandiladas por las gestiones del presidente egipcio en el reciente conflicto entre Israel y Hamás.
Sin embargo el tiempo juega en contra principalmente de Estados Unidos y la Unión Europea, porque la consolidación en el poder de una organización radical como la que sostiene al presidente Morsi sería una tragedia con graves implicaciones estratégicas de todo tipo a escala mundial. Si las grandes potencias siguen mirando para otro lado como hasta ahora, aumentarán las posibilidades de que el islamismo radical asentado en Egipto acabe dinamitando toda la zona, justo lo contrario de lo que se pretendía con las revueltas de la llamada Primavera Árabe. Occidente está todavía a tiempo de evitarlo.