Pese a las muy justificadas suspicacias que su mera existencia despierta en muchos liberales, un Estado puede tener sentido como forma de proveer determinados servicios a sus ciudadanos. Para ello, como es lógico, ha de recaudar ciertos impuestos, pero este intercambio podría, o al menos debería, ser de tal forma que los individuos que pagaran esos impuestos obtuvieran una rentabilidad razonable.
Si, por el contrario, la maquinaria estatal no está pensada para proveer tales servicios, sino como un inmenso mecanismo que se justifique por sí mismo, nos encontramos con que son los ciudadanos los que trabajan para el Estado, y no a la inversa. En las peores circunstancias, ese trabajo se convierte en una carga absolutamente injustificada que ni los contribuyentes ni el conjunto de la sociedad pueden soportar.
Una carga especialmente gravosa para la economía del país en cuestión, tanto por lo que supone de desvío de recursos a ámbitos menos productivos como por su capacidad de desincentivar la propia actividad económica: el empresario, el autónomo y el trabajador por cuenta ajena se sienten mucho menos estimulados a producir si saben que una parte completamente desproporcionada de su esfuerzo va directamente a mantener una maquinaria inmensa que de lo último de lo que se preocupa es de sus necesidades.
Esta es, exactamente, la situación en la que nos encontramos en España: mantener no una sino 18 maquinarias estatales desproporcionadas cuyo fin último es la autoperpetuación está llevando a la economía, la general y la particular de casi cada uno de los españoles, a una situación de auténtico estrangulamiento.
El caso de los autónomos y el IVA que, mes tras mes, adelantan al Estado es paradigmático: como revelaba este mismo lunes en esRadio la vicepresidenta de la Federación Nacional de Trabajadores Autónomos (ATA), Celia Ferrero, sólo en enero financiarán a las distintas Administraciones con 250 millones por facturas que todavía no han cobrado. El círculo perfecto de ignominia se cierra cuando consideramos que buena parte de esas facturas deberían haberlas abonado... las propias Administraciones, que incumplen de manera sistemática los plazos marcados por la Ley de Morosidad.
Por supuesto, aunque el caso de estos profesionales sea especialmente sangrante, por sus dificultades para afrontar problemas de financiación, la voracidad y la morosidad de las Administraciones perjudican a empresas de todo tipo y, en último término, a los trabajadores que éstas tienen en nómina.
En definitiva, el caso del IVA y de la morosidad de las Administraciones Públicas es la prueba del nueve de cómo hoy en día el Estado no es, en España, una eficaz herramienta para proveer servicios a los ciudadanos, sino una gigantesca estructura cuya meta principal es su propio mantenimiento.
Es éste un problema que no se arregla con parches de 50 euros, pero el Gobierno de Rajoy parece no tener intención alguna de abordarlo, pese a que este Estado depredador es, sin duda alguna, el principal freno para que España salga de una vez de esta larga y dura crisis.

