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EDITORIAL

La universidad cadáver

La Complutense no debe limitarse a eliminar los cadáveres o darles el tratamiento respetuoso que merecen, sino que debe investigar a fondo qué ha sucedido.

Ni el más visceral y terrorífico novelista podría haber imaginado una metáfora del estado de la universidad española más contundente y desagradable que el episodio de los cadáveres en la Complutense que se acaba de destapar.

Pero lo cierto es que, a pesar de su dureza, las fotografías y el escándalo en sí son una alegoría perfecta de lo que ha ocurrido con el sistema universitario, que ha primado sobre todo amontonar alumnos y profesores en un sinsentido del que se benefician algunos, sí, pero no precisamente la ciencia, la educación o los propios estudiantes, destinatarios últimos de los esfuerzos y las ingentes cantidades de dinero público que se entierran curso tras curso en la educación pública española.

Libertad Digital y esRadio han revelado una faceta del asunto que lo hace mucho más sórdido, pero que también concuerda a la perfección con la universidad española, de la que muchos están dispuestos a servirse y en la que un sistema endogámico y que no se basa en el mérito hace que muy pocos se atrevan a denunciar comportamientos irregulares que, afortunadamente, no suelen llegar a este grado de gravedad, pero que no por ello deberían ser permitidos.

En cualquier caso, tras los testimonios publicados la Universidad Complutense no debe limitarse a eliminar los cadáveres o darles el tratamiento respetuoso que merecen, sino que debe investigar a fondo qué ha llevado a esta situación y quién ha obtenido, si es que esto ha ocurrido como parece, un beneficio económico personal.

En este sentido, también llama poderosamente la atención la actitud de las autoridades universitarias, que en lugar de enfrentarse a los hechos y dar todas las explicaciones posibles se han limitado a emitir un comunicado contradictorio y en el que, cómo no, figura la palabra recortes: la excusa mágica para todos los problemas de funcionamiento de una universidad que ha recibido -y aun con la crisis actual recibe- cantidades ingentes de dinero público, que, como ahora es más evidente que nunca, no parece que se gaste con la pulcritud necesaria.

Sin embargo, lo cierto es que, por mucho que se culpe a los recortes, un departamento idéntico en la misma universidad –sólo una puerta más allá– mantiene perfectamente controlado y en un estado impecable su propio depósito de cadáveres.

Una forma perversa de entender la autonomía universitaria y de ejercer la función pública ha degenerado en un sistema en el que nadie es responsable de nada y casi nadie es capaz de denunciar nada: un paraíso para los que están dispuestos a cualquier cosa para enriquecerse y, sobre todo, para los que no están dispuestos a cumplir con sus obligaciones.

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