El –con permiso de Susana Díaz– líder del Partido Socialista, Pedro Sánchez, afirmó este domingo que su formación será la vencedora de las próximas elecciones generales y vaticinado que serán "otros" los que acudan a ella para hablar de gobernabilidad. "La alternativa al PP somos nosotros", remachó ante unos centenares de correligionarios en una localidad catalana. Asimismo, anunció que, con él en el Gobierno, España pasará a ser un Estado laico –ahora es aconfesional– y que hará una reforma fiscal para que "aquellos que más ganen paguen más".
Como no podía ser menos, cosechó aplausos, de manos de la parroquia amortizada que acude a esa clase de actos que convocan los partidos para darse autobombo. Sólo ahí podría obtenerlos; fuera de ahí, y no sólo en Washington, Sánchez se pierde. Da la sensación de ser un tipo inseguro, un pollo sin cabeza que va de un lado para el otro con la esperanza de dar que hablar y de que otros le concedan la confianza que no encuentra en sí mismo.
Sánchez no es un líder. Así de simple. No conecta con los propios ni, mucho menos, con los extraños. Y no lo hace porque da la sensación, unas veces, de usurpar el espacio de otros y, otras, de no creerse lo que dice. La comparación con Pablo Iglesias es sangrante. Por eso cuando lo imita sale tan mal parado, especialmente cuando la imitación discurre por los derroteros del populismo.
A día de hoy, el PSOE no es alternativa del PP. Y cada vez parece más plausible que tampoco siga siendo la principal fuerza de la izquierda. El panorama se le presenta poco halagüeño, pero peor se le pondrán las cosas como pretenda cerrar el paso a Podemos podemizándose. Sánchez no es Iglesias, lo sabe todo el mundo, empezando por el socialista y terminando por el comunista de universidad. Cuanto antes lo asuma el primero, mejor para él y para su partido. Sánchez y el PSOE necesitan reajustar su GPS ideológico y poner rumbo a la socialdemocracia potable, no a la izquierda más siniestra.