En pleno mes de agosto la revista SModa de El País –cuya lectura, debo añadir, me resulta siempre de lo más agradable– dedicó a las actrices Carmen Machi y Terele Pávez una pieza coincidiendo con el estreno de La puerta abierta, una obra de teatro "desgarradora" que versa sobre la vida de dos prostitutas.
Sigamos. Este par de actrices –excelentes ambas, por otro lado– cuentan en la entrevista cómo tuvieron una química especial desde el primer momento, lo que sintieron al interpretar los personajes, en fin, lo que se suele hacer cuando estás de promoción.
Hasta aquí, todo en orden. Pero se llega, en un momento dado, a la cuestión política. Algo que, si no eres de izquierdas, no se suele abordar, pero como no era el caso, se desquitaron y se quedaron bien a gusto.
Mi asombro inicial, al leerlo, fue comprobar cómo Carmen Machi –no Aída, de quien no me hubiera extrañado el comentario, o sí– se llevaba las manos a la cabeza "desconcertada" por lo sucedido en las urnas, ya que siente que "no se corresponde" con la realidad, añadiendo, además, que no conoce a nadie que haya votado al Partido Popular.
Por su parte, la otra actriz –veterana donde las haya– va más allá. "Para mí –apunta ella– estas últimas elecciones han sido tremendas. Me parece que nos estamos metiendo en otros 40 años de franquismo después de Franco".
Así. Todo ello sin pestañear. Que digo yo que la vida de Machi, no sé si será triste, pero desde luego, endogámica lo debe de ser en un porcentaje bastante elevado, teniendo en cuenta que no se relaciona con nadie de los 8 millones que han votado al partido que ha ganado las elecciones.
Yo, sin embargo, simple mortal, soy de las afortunadas que cuenta, entre sus conocidos y amistades, con votantes de todo tipo de partidos y militantes de los más diversos movimientos. Pero sus cenas, con total seguridad, serán más divertidas. Monocolores, pero muy dicharacheras.
En cuanto a los 40 años de postfranquismo de Pávez, no hace más que seguir en la línea de la superioridad moral, la que acostumbra a caer del lado de babor, además de incurrir en manidos y superficiales tópicos.
Ahí, fíjense, me molestó más la falta de reacción de los supuestamente ofendidos –porque digo yo que los habrá– que la estupidez supina lanzada en forma de sentencia.
He intentado, sin lograrlo, encontrar algún estudio serio y riguroso, además de reciente, al respecto del perfil medio del espectador que acude regularmente a ver una obra de teatro en España. Y seguiré en ello. Porque me da la impresión de que estas dos señoras han faltado al respeto no solo a los votantes de la formación política que más apoyos ha obtenido, sino a una buena parte de las personas que hacen que la taquilla engrose cada día, es decir, a buena parte de su público.
Lo que se dice comúnmente, meter el dedo en el ojo de tu cliente. Algo que no suele ser muy aconsejable si tienes como principal objetivo vender algún producto.
Miren. Una cosa les confesaré. Estuve haciendo teatro durante unos cuantos años. Primero en las Escuelas Pías de Barcelona, colegio de larga tradición y que ha dado lugar a algunas actrices de talla más que notable. Me encantaba. Pero ya en la facultad, cuya afición quise mantener, lo tuve que abandonar, empujada precisamente por el tufillo a sectarismo atroz de algunos de mis compañeros, por hacérseme insoportable el ambiente asfixiante. Básicamente.
Ahora bien, mi error fue pensar que aquella actitud respondía a que eran unos simples aficionados. Compruebo, con estupor, que la profesionalidad –en algunos casos– lo acrecienta.
Pero será cosa de los fuegos artificiales del verano.

