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Max Boot

Crimen en Ankara: ¿preludio de la Tercera Guerra Mundial?

Ni Andréi Karlov es Francisco Fernando, ni 2016 es 1914.

Ni Andréi Karlov es Francisco Fernando, ni 2016 es 1914.
EFE

Rusia es culpable de terribles crímenes de guerra en Siria y Ucrania. Sólo en Alepo, la aviación rusa ha sido indubitablemente responsable de cientos de muertes. Pero nada de esto, de ninguna manera, justifica el asesinato de Andréi Karlov, el embajador de Rusia en Turquía. El supuesto culpable es un policía turco que clamó "¡No olviden Alepo, no olviden Siria!" tras disparar por la espalda a Karlov.

Este ataque ha sido aun más repulsivo e increíble porque ha tenido por objetivo no sólo a un hombre o a un país, sino los fundamentos del sistema internacional desde tiempos inmemoriales. Como observa la Enciclopedia Británica, "la inviolabilidad de los enviados diplomáticos ha sido reconocida por la mayoría de las civilizaciones y los Estados a lo largo de la historia. Para asegurar los intercambios de información y mantener los contactos, la mayoría de las sociedades –incluso las iletradas– han procurado salvoconductos a los mensajeros (…) En Roma la ley garantizaba la inexpugnabilidad de los embajadores incluso tras el desencadenamiento de la guerra". La doctrina de la extraterritorialidad fue refinada en el s. XVII por el académico Hugo Grocio y desde entonces ha sido ampliamente respetada.

El hecho de que la inmunidad diplomática viva en una edad de oro universal hace que las violaciones de la misma –como la toma de la embajada de EEUU en Irán en 1979 o el asesinato de ayer– sean aún más despreciables e impactantes. Sin embargo, esto no significa que estemos ante la Tercera Guerra Mundial, como las analogías más simplistas entre lo sucedido en Ankara y el asesinato del archiduque Francisco Fernando en 1914 están sugiriendo.

En primer lugar, Francisco Fernando no era sólo un embajador: era el heredero del trono austro-húngaro. En segundo lugar, su muerte a manos de unos jóvenes bosnios fanáticos ansiosos por crear Yugoslavia (un Estado que reuniera a todos los eslavos del Sur) supuso una conveniente excusa para que los halcones en Viena hicieran lo que ansiaban hacer, machacar a Serbia, a la que veían como una amenaza a las posesiones imperiales en los Balcanes. Eso, a su vez, llevó a Rusia, aliada de Serbia, y a Alemania, aliada de Rusia, a implicarse en una guerra de alcance ya europeo.

La chispa que incendió la Primera Guerra Mundial –e, indirectamente, la Segunda– surgió de un polvorín compuesto de nacionalismo extremo y glamourización de la guerra en todas las grandes potencias europeas, que además andaban sobradas de confianza. Los austriacos pensaban que podrían acabar con los serbios fácilmente; los alemanes, que podrían acabar fácilmente primero con Francia y luego con Rusia; Rusia, que podría acabar fácilmente con Austria y, si fuera necesario, con Alemania.

Ciertamente, el nacionalismo extremo está presente hoy día tanto en Rusia como en Turquía, lo fomentan Vladímir Putin y Recep Tayyip Erdogan, dos hombres fuertes que confían en las amenazas externas para movilizar a sus pueblos. Hay además una alianza defensiva, la OTAN, que vincula a Turquía con EEUU y la mayoría de los países de Europa, que podría forzar a estos a acudir en socorro de Turquía si fuera atacada por Rusia.

Pero tal ataque es extremadamente improbable. Es dudoso que a Putin le preocupe tanto su embajador como para arriesgarse a una conflagración general que podría enfrentar a Rusia –incluso descontando a todos los demás miembros de la OTAN– con un adversario militarmente más formidable que Ucrania y los rebeldes sirios. Después de todo, Turquía es un país con más de 400.000 soldados en activo, cerca de 4.000 tanques, más de 2.000 piezas de artillería y una fuerza aérea con un millar de aparatos. No es un enemigo con el que quisiera pelear Moscú si hay otra alternativa, que la hay.

De hecho, ya ha habido provocaciones en abundancia –por ejemplo, el derribo turco de un caza ruso el año pasado– que podrían haber servido a Putin de casus belli si éste lo hubiera querido. Pero, con toda su belicosidad, Putin tiene una tendencia de larga data a evitar las guerrascontra enemigos poderosos: prefiere combatir con adversarios débiles (como los georgianos, los chechenos, los ucranianos y los rebeldes sirios) y usar técnicas de guerra híbrida como el envío de sus infames hombres de verde para evitar ser puesto directamente en la mira por EEUU y otros Estados poderosos.

Erdogan, por su parte, no ha perdido tiempo en vincular al pistolero, con razón o (probablemente) sin ella, a Fethullah Gülen, el líder islámico turco exiliado en Pensilvania, al que también ha culpado, con escasa evidencia, del intento de golpe de Estado del pasado julio, entre otras graves ofensas. Así que la tragedia humana –la muerte del veterano diplomático– pronto quedará relegada al olvido entre maniobras geopolíticas de unos y otros. Quizá esta sea la única analogía válida con 1914, incluso si hoy en día las maniobras no desembocan en una conflagración global.

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