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Un título superfluo

¿Cómo la autoridad educativa puede llegar a tales niveles de indignidad?

Nunca intenté hacer carrera política, seguramente habría fracasado, pero, de haberlo conseguido, nunca me hubiera gustado pasar a la historia como un ministro de Educación que aprobó que los alumnos de la ESO pudieran graduarse teniendo asignaturas pendientes, incluso no llegando al aprobado como media de la etapa.

¿Puede ese título ser respetado? ¿Por qué no se publica una lista con los nombres de quienes, en el órgano legislativo correspondiente, apoyaron semejante medida? Y no sería mucho pedir que, a continuación del nombre, se especificara a quién trataban de beneficiar con su generosidad.

Soy consciente de que un título, cualquiera que sea, puede tener distintas utilidades: la primera, la de sentirse acreedor del mismo y, con arrogancia más de la debida, presumir de haberlo obtenido. Esta utilidad se torna ridícula cuando lo consigue quien aprueba igual que quien suspende. El derecho a la educación se ha transformado, de hecho, en derecho al título.

Una segunda utilidad es la exhibición física del diploma acreditativo; una utilidad tanto mayor cuanto mayor sea la dimensión del diploma y la finura de su diseño e impresión. El título y su acreditación –diploma– están llamados a ocupar un lugar de privilegio y un espacio amplio en el paramento de máximo honor del habitáculo familiar.

Ambas utilidades, sin embargo, están llamadas a convertirse en presunciones ridículas y, en última instancia, en engañifas, que sólo tendrán efecto cuando la ignorancia del observador alcance niveles tales como para avergonzar a propios y extraños.

Una tercera y, por hoy, última función –utilidad le hemos llamado en las anteriores– es la que por naturaleza pertenece a un título: la de acreditar, y certificar públicamente, que el titulado –en este caso, el graduado en la ESO– posee un nivel de conocimientos que, al decir de quien certifica –otorga–, ha sido demostrado suficientemente durante la etapa educativa a la que el título corresponde.

El título de graduado en la ESO es un fraude sin paliativos a la confianza social. ¿De qué sirve o para qué existe un título que no transmite la realidad que acredita? Ante el título, en la dimensión recientemente aprobada –ya lo era, en parte, con anterioridad–, la pregunta obligada no encuentra respuesta: ¿cuántos suspensos encierra ese título, o quizá aprobó todo?

¿Cómo la autoridad educativa puede llegar a tales niveles de indignidad? Porque, ¿realmente importa la educación? Si así fuera, ¿por qué tanta condescendencia y mentira? ¿Nos gustaría ser atendidos por un médico que no hubiera aprobado todas las disciplinas del grado en Medicina?

¿A quién se trata de beneficiar? Se dirá, probablemente, que es una cesión política. Si esta fuera la respuesta, y la política estuviera así de degradada, mejor convocar elecciones y, en su caso, abandonar el poder, antes de cometer semejante ultraje a la educación en sí y al educando, que creerá estar en posesión de lo que realmente no tiene.

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