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EDITORIAL

El Palacio de la Hipocresía

Si los líderes de Podemos quieren vivir como ricos, nadie puede impedirles hacerlo, pero al menos deberían tener la decencia de admitir que todo lo anterior era mentira.

No conviene confundir las cosas: por supuesto que Pablo Iglesias e Irene Montero tienen, como individuos, derecho a comprarse la casa que más les guste y hacer con su dinero lo que les parezca mejor. Nadie puede negarles que emprendan "un proyecto familiar" del modo que estimen oportuno.

Dicho esto, como dirigentes que son de uno de los principales partidos de España, esas decisiones completamente legales deben ser escrutadas desde el punto de vista político y comparadas con las propuestas que defienden y las declaraciones que ambos vienen realizando en su ya no tan breve vida pública. Un escrutinio que a ellos puede no gustarles, pero es lo normal en una democracia, aunque quizá no lo sea en los sistemas políticos preferidos por Iglesias y Monedero.

Es en esa comparación en la que la pareja podemita sale muy mal parada: la evidente discrepancia entre lo que llevan años pregonando y lo que hacen con su vida no puede pasar inadvertida, a menos que uno ya haya entrado en unos niveles de credulidad más propios de una secta de que de un partido político.

En primer lugar, por lo más obvio: por la criminalización de la riqueza sobre la que todo Podemos ha construido su discurso. Comprarse una casa de 600.000 euros después de una larga carrera laboral tanto en el sector público como en el privado descalificaba a De Guindos, pero ahora resulta que es completamente aceptable para Montero e Iglesias, que apenas tienen vida laboral.

Dicho de otra forma: si los líderes de Podemos quieren vivir como ricos, nadie puede impedirles hacerlo, pero al menos deberían tener la decencia de admitir que todo lo anterior era mentira.

Y no es sólo la retórica contra la riqueza lo que ha quedado en evidencia: es todo el mensaje político y social que lleva lanzando Podemos desde su creación, empezando por su supuesta condición humilde, de la que tantas veces presumen, pasando por su afinidad con "las calles" y "los barrios" y acabando por la denuncia permanente de "la casta" que vive a costa del pueblo y se aísla en urbanizaciones lejanas.

Porque una parte esencial del mensaje político de los líderes podemitas es que llevan años diciendo a sus votantes que son como ellos y que sus problemas y preocupaciones son los mismos que los del trabajador de un barrio humilde. Por supuesto, esto nunca ha sido cierto en el partido del especulador Espinar, la millonaria Bescansa, el becado ful Errejón o el sablista bolivariano Monedero, pero ahora esa verdad que siempre ha estado ahí se hace evidente ante el chalet de Galapagar, que bien podría pasar a llamarse el Palacio de la Hipocresía.

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