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Pablo Molina

Un gran subsecretario

Rajoy es un gran estadista, solo que únicamente para momentos de perfecta estabilidad.

Rajoy es un gran estadista, solo que únicamente para momentos de perfecta estabilidad.
Mariano Rajoy | EFE

"Que alguien pare, coño". Con estas palabras, tan marca de la casa, Mariano Rajoy mostraba su malestar por la prolongación del aplauso de los miembros de la Junta Directiva del PP, que no le dejaban acabar el discurso con el que anunciaba su dimisión como presidente nacional del partido. Igual había quedado para el aperitivo o tenía que echar una mano en la mudanza, ahora que la familia abandona la Moncloa. Ambas posibilidades son perfectamente coherentes con la imagen pública de Rajoy, un hombre que ordena las prioridades en función de su propia conveniencia.

Rajoy es un gran estadista, solo que únicamente para momentos de perfecta estabilidad. Su sentido de la política es el de una cosa ordenada que fluye por sus cauces naturales ante la que no hay necesidad de hacer alardes constantes para evitar el caos. Su visión del Estado es la de un subsecretario diligente, que pone todo el empeño imaginable en cumplir el procedimiento administrativo pero queda desarmado cuando ha de enfrentarse a situaciones que no aparecen reguladas en ningún reglamento. Rajoy, de hecho, es el único mandatario que se ha enfrentado a un golpe de Estado interponiendo recursos ante los tribunales, fiando el destino del país a una caprichosa victoria judicial. Mas su parálisis política no es vagancia, sino incapacidad para comprender que haya políticos que no cumplen la letra pequeña de las disposiciones legales que tanto trabajo le ha costado a él personalmente aprobar.

Mariano podría haber hecho una larga y exitosa carrera en el escalafón del Ministerio de Administraciones Públicas. Se hubiera reenganchado varias veces al llegar la fecha de su jubilación y, al final de sus días en la Subsecretaría, habría salido por primera vez en el telediario recibiendo la Medalla al Mérito en el Trabajo. Pero la política se cruzó en el camino de nuestro espigado joven gallego, pizpireto y empollón, y lo convirtió en un dirigente sin escrúpulos dispuesto a triunfar en la escena política a pesar de que su personalidad lo incapacitaba metafísicamente para un empeño de ese tenor.

Ahora que ha puesto fin a su carrera política –o eso parece–, es hora de agradecerle los servicios prestados y, de paso, lamentar que no hubiera llegado al poder en una etapa distinta o en otro país más sensato. Sus rivales han sido generosos en la despedida, excepto, naturalmente, Pablo Iglesias, que ha elogiado su figura política y le ha mostrado su respeto. ¿De verdad era necesario ese insulto final

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