Colabora
José García Domínguez

El plan de la Esquerra

Lo que viene no es el Frente Popular. Lo que viene es una entente 'contra natura' entre la extrema izquierda española y la extrema derecha catalana.

EFE

Lo que viene no es el Frente Popular. Lo que viene es una entente contra natura entre la extrema izquierda española y la extrema derecha catalana, que supone cosa bien distinta. Lo del Frente Popular, mal que bien, podría durar porque, mal que bien, podría tener sentido político. Pero lo que viene, ese tratar de mezclar el agua igualitaria y niveladora de la izquierda hispana de siempre con el aceite de ricino chovinista y particularista del catalanismo de siempre, no va a ninguna parte. Podrá, sí, durar una temporada. Pero solo una temporada. Y es que, al final, estaría llamada a pagarlo Andalucía. Andalucía, el eterno granero socialista de la España meridional donde el PSOE ha vuelto a ganar otra vez las elecciones aunque no con mayoría suficiente para gobernar, sería la gran damnificada del concordato de Sánchez con los catalanistas de todos los colores. España, hay que saberlo, no se puede gobernar sin Cataluña, de ahí que vayan a pasar lustros antes de que el PP retorne algún día a la Moncloa; pero tampoco se puede gobernar sin Andalucía, de ahí el fracaso seguro a medio plazo del experimento sanchista. En lo que viene, Podemos va a ser lo de menos, un extravagante, atrabiliario y juvenil cero a la izquierda. Lo sustancial, como cuando Zapatero, será el afán de Sánchez por pasar a la Historia como el gobernante que supo resolver el problema catalán del brazo de Junqueras.

Y Junqueras, que no es ni un frívolo ni un cantamañanas irresponsable al modo de Puigdemont, tiene un plan. Él sí. Como les ocurre por norma a la mayoría de los catalanistas, Junqueras tampoco conocía bien Cataluña cuando se lanzó de cabeza a la piscina sin agua del 1 de Octubre. Pero ahora, desde su celda, ya la va conociendo un poco más. Porque los catalanistas estaban íntimamente convencidos de que la inmersión lingüística iba a obrar el milagro de que la segunda y tercera generaciones de catalanes descendientes de las migraciones peninsulares de la década de los sesenta no se opusiesen de forma activa, como sí hicieron, al conato de secesión. Nos desprecian tanto a los charnegos que para ellos fue una insólita sorpresa la resistencia popular organizada el día de autos. Pero han aprendido rápido. Ya que el gran sueño estratégico del pujolismo, la colonización de las almas alógenas encomendada durante las últimas cuatro décadas a los maestrillos y maestrillas de la Generalitat, no ha funcionado, el plan B apela ahora a colonizar los estómagos. La eventual independencia de Cataluña, que no constituye una quimera imposible, requeriría, sin embargo, de un apoyo interno que se aproximase a la categoría de lo abrumador. Algo que ni de lejos ocurre. Eso es lo que, al fin, ha entendido Junqueras.

La Esquerra ha necesitado el intervalo de casi un siglo para asimilar que sin añadir a una parte significativa de los castellanohablantes a su proyecto de construcción nacional no llegará nunca jamás la independencia. El objetivo último de la aculturación programada en las escuelas era ese. Pero fracasó. Por tanto, entiende Junqueras, solo la provisión por parte del Gobierno catalán de un nivel de servicios públicos y de políticas sociales muy superiores en calidad y cantidad al estándar propio del resto de España podría persuadir, si bien a largo plazo, a esa parte de la sociedad catalana de las bondades de la independencia. Y eso se llama concierto económico. Algo que, de llevarse algún día a la práctica en Cataluña, repercutiría, y de modo insoslayable, en la paralela mutilación en las trasferencias estatales que recibe la España meridional, la más dependiente de la solidaridad del conjunto, con Andalucía a la cabeza. Mal asunto para España. Pero también muy mal asunto para la izquierda española.

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