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Miguel del Pino

Muera la muerte: Sánchez debe dimitir

No cabe mayor declaración de complacencia y de refrendo a unos actos que necesariamente han de ser vistos y valorados por los tribunales de justicia.

No cabe mayor declaración de complacencia y de refrendo a unos actos que necesariamente han de ser vistos y valorados por los tribunales de justicia.
Pedro Sánchez, durante su comparecencia para prolongar el estado de alarma. | EFE

Instantes después de afirmar que se sentía objeto de provocaciones por parte de sus adversarios políticos, el presidente del Gobierno lanzaba ante los parlamentarios que votarían acto seguido sobre una nueva prórroga del llamado estado de alarma un sorprendente órdago a la grande: "¡Viva el ocho de marzo!"

A lo largo de los terribles meses en los que el Sars Cov 2 se ha ensañado con nosotros, hemos escuchado por parte de los portavoces del Gobierno toda clase de invocaciones a la ciencia y a los científicos, fueran estos reales o imaginarios, pero en cualquier caso mayoritariamente anónimos; repetidamente se ha jurado el nombre de la ciencia en vano, ahora sí vamos a aplicar el método científico para tratar de valorar la exclamación del presidente.

El método científico se basa en la experimentación de una hipótesis para que los resultados la descarten o la conviertan en verdad probada; La manifestación feminista del ocho de marzo, así como el resto de los actos masivos que se celebraron ese día ofrece un marco muy apropiado para valorar los resultados en relación con el peligro de propagación del virus, peligro gravísimo del que nuestro Gobierno ya había sido informado.

Numerosas participantes en la manifestación feminista situadas en las dos primeras filas de la misma resultaron infectadas, dato que se hizo público y notorio al tratarse de personas muy conocidas, varias ministras entre ellas; dado que no es verosímil que se produjera una concentración de carga vírica exclusivamente en la cabecera, cabe admitir como cierto que fue ocurriendo igual a lo largo y a lo ancho de toda la manifestación, lo que arrojaría unas cifras de miles de manifestantes infectados por el virus.

Más aún, dado que las participantes en la cabecera debían haber tenido información previa del riesgo como prueba el empleo de guantes por parte de las más significadas, y la consigna "no se puede besar" que repetían sin cesar, no parece temerario suponer que en el resto de la concentración el número de infectadas fuera todavía más elevado en porcentaje.

En definitiva: las concentraciones del ocho de marzo acarrearon dramáticas consecuencias con elevadísimo número de infectados y, entre ellos, un inasumible número de fallecimientos. Quienes decidieron mantener las convocatorias a pesar de haber tenido aviso previo por parte de las autoridades sanitarias internacionales tendrán que soportar el peso de su decisión, probablemente ante los tribunales de justicia.

Sólo los expertos en temas jurídicos pueden valorar, y en estos momentos muchos lo están haciendo, si la actuación de nuestros responsables sanitarios implica responsabilidades administrativas o penales; la cuestión moral salta a la vista de todos los ciudadanos y produce vergüenza, evidentemente a quien la tenga.

El presidente del Gobierno encuadró su insólito "¡viva el ocho de marzo!" En una sucesión de mantras ideológicos entre los que no podía faltar la supuesta emergencia climática, para él "esa sí que es una verdadera emergencia", exhibiendo un sectarismo que conduce a la inmolación de miles de ciudadanos cuyas trayectorias en la lucha por la democracia pueden calificarse de ejemplares.

No es extraño que la oposición reaccionara con incredulidad negándose a creer lo que estaba escuchando, porque hablamos de muertos, de familiares destrozados, de sanitarios inmolados, de ciudadanos enclaustrados y den un país encaminado al desastre económico más grande que nunca hayamos conocido.

Santiago Abascal cayó en la tentación de recordar la famosa frase del general Millán Astray en su polémica con Miguel de Unamuno ¡Viva la muerte! El líder de Vox la precedió de ¡Viva la enfermedad! como valoración de lo que Sánchez acababa de lanzar contra el Parlamento y contra la razón. La comparación, aunque parecía inevitable no es ni mucho menos ajustada a la realidad.

Porque Millán Astray, un general mucho mejor formado de como se le quiere hoy presentar, pronunció la frase en pleno tiempo de guerra y en el seno de una discusión acalorada con el filósofo, poseedores ambos de un carácter duro como el pedernal. No lo hizo en frío ante todo un Parlamento, como el presidente del Gobierno actual.

Como bien afirma el profesor Hernández Pacheco el "¡Viva la muerte!" de Millán Astray respondía a una filosofía que se había desarrollado entre buena parte de la juventud europea tras el final de la Gran Guerra; una filosofía entroncada con los principios de Heidegger que dio en llamarse tanatofilia y que hacía referencia a una muerte redentora y dignificante, es decir, a una muerte heroica, como la del soldado que salva con su sacrificio la vida de sus compatriotas más débiles o amenazados.

Ninguno de estos supuestos encaja en las exposiciones del presidente del Gobierno Pedro Sánchez: la muerte de tantos ciudadanos, especialmente la de los ancianos, que debían haber sido objeto de los cuidados más esmerados, se ha reducido a la sordidez por el tratamiento que han recibido

Algunos miembros del Gobierno de Sánchez-Iglesias o Iglesias-Sánchez parecen ya abocados a responder ante los tribunales pero francamente, a Sánchez no lo imaginábamos compartiendo tales vicisitudes, hasta el momento de su exclamación ¡Viva el ocho de marzo!; ahora sí, ahora entendemos que "el pez ha muerto por la boca" porque no cabe mayor declaración de complacencia y de refrendo a unos actos que necesariamente han de ser vistos y valorados por los tribunales de justicia.

Propongamos una prueba muy simple: convoque el presidente una rueda de prensa con presencia de un grupo de mujeres que compartan una condición, la de ser esposas o hijas de víctimas mortales de la epidemia y repita su ¡Viva el ocho de marzo! mirándolas a los ojos, seguramente la respuesta será muy diferente a la ovación que recibió por parte de sus palmeros parlamentarios.

Y por dignidad dimita, está obligado moralmente a hacerlo. La memoria de los fallecidos por la pésima gestión de un Gobierno del que es el señor Sánchez máximo responsable, así lo exige.

Y a lo mejor así le resultaría más suave la carga que le reserva la Historia.

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