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José García Domínguez

Negreros, catalanes y viceversa

Si de verdad la quieren resignificar la memoria, van a tener que cercar Barcelona entera.

Si de verdad la quieren resignificar la memoria, van a tener que cercar Barcelona entera.
La estatua de Colón, vista desde Montjuic | C.Jordá

Como todo el mundo sabe, salvo esos bisoños concejales de la CUP que postulan rodear con figuritas de indios compungidos su magno monumento frente al puerto de Barcelona, Cristóbal Colón no sólo era catalán –y catalanista– sino que, en un gesto de coherencia identitaria, hizo que sus tres carabelas partiesen rumbo al Nuevo Mundo desde el puerto gerundense de Pals, hechos todos ellos ocultados por los historiadores de Madrid durante siglos, igual que también es de sobra conocido hoy merced al meritorio esfuerzo divulgativo de los prestigiosos investigadores del Institut Nova Història generosamente patrocinados por la Generalitat. Asunto, el de la contrastada catalanidad genuina del descubridor Colom, su apellido original, que acaso termine por refrenar el inicial impulso iconoclasta del consistorio municipal. Un afán, el de demoler efigies de ilustres comerciantes locales de esclavos y asimilados en el que Barcelona quiso ser pionera con el derribo del busto que en su día honró la memoria de un Antonio López, que por tal respondía el primer marqués de Comillas. Sin duda, que se tratara de un vulgar y castellano López facilitó, y mucho, la diligencia administrativa.

Pero ahí, en un infame López, se quedó la cosa. Como si aquel malhadado López hubiera sido el único negrero del que se tuviera noticia en la Ciudad de los Prodigios. No obstante, dicen ahora las autoridades domésticas que procede "resignificar" los espacios de la ciudad sobre los que recaiga alguna sospecha ominosa de haber tenido relación con aquella industria. Al parecer, nuestra alcaldesa ignora que el Ensanche de Barcelona, del que tan orgullosos se sienten los habitantes de la ciudad, se construyó en gran medida con el muy sucio dinero proveniente del tráfico ilegal de esclavos con América que amasaron muchas de las grandes familias patricias de la ciudad. Todo él, sí. El propio Ateneo de Barcelona, un palacete contiguo a la ya desaparecida librería de viejo de la calle Canuda donde Zafón ambientó La sombra del viento, se pagó con el fruto del mercadeo con carne humana. La fortuna de los Güell, sin ir más lejos, tuvo su origen poco confesable ahí. Como la de los ancestros de una célebre racista contemporánea, Núria de Gispert, descendiente directa de Dorotea de Chopitea, una de las mayores tratantes de negros durante el siglo XIX en todo el mundo. O los Goytisolo primigenios, que ya andaban también en el negocio de los africanos. O, en fin, el de la familia paterna de Artur Mas, donde destacó un célebre marino y mayorista de negros, cierto Joan Mas Roig, quien, según es fama, consiguió en cierta ocasión vender en Brasil, y solo de una tacada, 825 esclavos.

Si de verdad la quieren resignificar la memoria, van a tener que cercar Barcelona entera. Y ni así.

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