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Cristina Losada

El entierro de la sardina

El esperpéntico episodio de la abortada reforma del sistema de elección del CGPJ ha mostrado la falta de respeto del Gobierno por la arquitectura institucional.

El esperpéntico episodio de la abortada reforma del sistema de elección del CGPJ ha mostrado la falta de respeto del Gobierno por la arquitectura institucional.
El ministro de Justicia, Juan Carlos Campo. | EFE

El ministro de Justicia dio noticia de la retirada del intento gubernamental de reformar el sistema de elección del CGPJ para prescindir de la mayoría cualificada establecida, y la dio como si fuera un asunto secundario que no merece grandes explicaciones. Oyendo al ministro Campo se hubiera dicho que aquella proposición de ley que presentaron el PSOE y Podemos para quitar al gobierno de los jueces toda traza de independencia no tuvo importancia en ningún momento, y puede enterrarse sin más oficio que el de anunciar que hasta aquí llegó la broma. 

Nada más alejado de la realidad que esa percepción que ahora interesa promover, a fin de pasar página con rapidez y hacer olvidar un intento que encendió las alarmas en Bruselas, topó con la oposición de la mayoría de las asociaciones judiciales y era de una inconstitucionalidad manifiesta. Es por todo esto que se retira, y es también por todo eso que se retira procurando hacer el menor ruido posible, y hasta haciéndolo pasar por una nueva muestra de magnanimidad –la primera fue cuando Sánchez accedió a congelar el proyecto– para que la oposición corresponda y, de una vez por todas, ceda. 

Cuando se presentó no parecía ninguna chanza. Con todo el bombo y platillo se anunció, y sin que se ocultara cuál era el objetivo político buscado. Se trataba, a fin de cuentas, de poner al PP entre la espada y la pared: o aceptaba renovar el Consejo para que su composición reflejara la mayoría parlamentaria actual, favorable al Gobierno, o se aprobaba un nuevo sistema de elección que hacía innecesario el acuerdo con el principal partido de la oposición para renovarlo. Que el nuevo sistema fuera inconstitucional, que acabara con cualquier rastro de independencia del poder judicial respecto al poder político o que se quisiera tramitar por la vía de urgencia era lo de menos. 

Se ha dicho que aquel proyecto fue un farol. De ser así, el Gobierno se permitió poner en riesgo el equilibrio institucional, la independencia judicial y la separación de poderes para presionar a la oposición y chantajearla con la amenaza de aprobar una reforma que sabía inaceptable e imposible. Ahora bien, ¿y si no era un farol y Sánchez estaba dispuesto a llegar hasta el final y lo hubiera hecho de no ser por el rapapolvo de Bruselas? Es difícil decidir cuál de las dos opciones en liza –farol, no farol– es la peor. Pero no hay duda de que cualquiera de las dos retrata una forma de hacer política. 

El esperpéntico episodio de la abortada reforma del sistema de elección del CGPJ ha mostrado la falta de respeto del Gobierno por la arquitectura institucional. Falta que afecta, además, a la separación de poderes, uno de sus elementos más importantes y de sus flancos más débiles. El modo en que ha dado marcha atrás es la confesión vergonzante, pero también el intento de borrar huellas. No hubo nada serio, vienen a decir, fue sólo una travesura, y como sucede cuando acaba el carnaval, toca el entierro de la sardina. 

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