
Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde. Concretamente, cuando llega la hora de pagar el alquiler. Envejecer, morir, tenía razón Gil de Biedma, es el único argumento de la obra. Por eso la gran revelación cobra su verdadera dimensión cuando la supervivencia personal depende definitivamente de uno mismo. No hay vacuna más eficaz contra la desidia juvenil que una hipoteca a fin de mes, pero esto muchos sólo pueden intuirlo hasta que les pasa. La vida comienza a ir en serio el día en que el dinero deja de ser aquella cosa abstracta para la que trabajaban nuestros padres. Cuando la comodidad de uno mismo de repente es sólo cosa de uno mismo. Para algunos, pese a todo, esa iluminación suele ir ligada a otra menos dramática, tal vez, pero sin duda más reveladora: el momento en el que las buhardillas se convierten en buhardillas de verdad, con su falta de calefacción y sus goteras deprimentes, y no en lofts perfectamente acondicionados con una decoración pretendidamente decadente. Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender cuando se da cuenta de que el hambre duele, podría ser el resumen más sencillo. De que, de hecho, eso de no comer todos los días es un riesgo demasiado elevado como para compensar la pose de maldito. Pese a todo, para que esto se asiente correctamente en la cabeza de los adolescentes más románticos es necesario que caigan en la cuenta de que la mayoría de los poquísimos artistillas bohemios que decoran camisetas con su cara eran en realidad muy desgraciados. Y que la desgracia real poco tiene que ver con esa otra que han vendido durante décadas el resto de artistillas bohemios que nunca llegaron a serlo. Ser artista no es glamuroso, habría que añadir, aunque haya gente glamurosa que se defina como tal. Si no, que miren cómo murió el loco de los Panero y se pregunten si a Van Gogh, de vivir hoy día, la gente no le esquivaría por la calle. La verdadera soledad tiene esas cosas, que sólo se conoce si se sufre. Y el resto no es soledad sino bajona.
Pero acotemos de una vez el tema del artículo, que nos estamos yendo. Resulta que el Gobierno va a utilizar parte de los fondos europeos para pagar dos meses de lujo en el extranjero a cien autores, por aquello de fomentar su "crecimiento personal". "El conocimiento y la vivencia de otras culturas y sociedades, así como el encuentro con otros profesionales y expertos, favorece la reflexión artística y el enriquecimiento lingüístico, la investigación, el aprendizaje (...) y, en definitiva, la creatividad literaria y el crecimiento personal", es la explicación concreta ofrecida por el Ministerio de Cultura. Para crecer personal y artísticamente, al parecer, son necesarios 5.000 euros al mes durante dos meses. Porque todo el mundo sabe que dos meses son suficientes para crecer lo que no se ha crecido en treinta años y que no hay mejor escuela que una vida acomodada. Ya dejó escrito Alberto Olmos en algún lado que los escritores hoy en día se han convertido en funcionarios que viven a cuenta de las subvenciones, pero a este paso van a tener lugar conversaciones de bar que dejen de lado el posible sueldo de Mbappé y se centren en lo injusto que parece que diferentes escritores cobren una pasta que ni siquiera generan ellos mismos. Da igual. Para el actual Gobierno de España la excelencia es una carga innecesaria para los niños, que podrán pasar de curso con suspensos, pero los artistas –y en esta etiqueta parece caber cualquiera lo bastante osado para definirse como tal– continúan siendo aquellos enviados de Dios que abren fronteras y establecen nuevos parámetros, sólo que ahora sin la necesidad de haber tenido que experimentar algún revés existencial ni madurar un mensaje medianamente significativo. Dios santo, qué daño hizo Andy Warhol.
