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Sentimientos peligrosos

En qué momento comenzó a percibirse como algo normal que supuestos demócratas consideren más peligrosos a otros demócratas que a los que se vanaglorian de ser antisistema.

En qué momento comenzó a percibirse como algo normal que supuestos demócratas consideren más peligrosos a otros demócratas que a los que se vanaglorian de ser antisistema.
Odón Elorza. | EFE

Que una idea es algo peligroso es sabido más o menos por todo el mundo. Por una idea se puede llegar a matar, o a morir, o a justificar a asesinos y condenar a sus víctimas. Una idea puede hacernos dormir a pierna suelta después, además, sin que el fantasma del remordimiento acuda necesariamente a enturbiar nuestra conciencia. No estoy diciendo nada nuevo ni interesante, ya lo sé, pero percibo que algo se nos escapa si aceptamos esa frase sin darle más vueltas. Quizás sea que la palabra idea me parece inexacta. Hablemos mejor de sensaciones. Una sensación, un sentimiento de animadversión, una idea preconcebida y subjetiva, completamente arraigada en el subconsciente en base a Dios sabe qué mecanismo ancestrales de afectos heredados, sí que puede ser lo más peligroso del mundo. Pero el matiz es importante. "No le gustan, aunque no sabe por qué no le gustan. Sólo sabe que le repugnan", le dice, refiriéndose a las ratas –los judíos– el personaje del coronel Landa al campesino LaPadite en la primera escena de Malditos bastardos. En esa frase está encerrado el misterio de la conducta humana. Y la respuesta ante ese absurdo sólo puede ser enunciada después: que, en realidad, no somos tan racionales como vendemos. No desarrollamos tan asépticamente nuestras ideas ni buscamos con denuedo la verdad. O, al menos, no nos interesamos tanto por ella como nos gustaría pensar. Somos seres pasionales. Respondemos a instintos, a miedos y a arrebatos. Y la mayoría de nuestros razonamientos, como los del nazi que elabora la solución final, surgen para justificar esas sensaciones primeras, para transformarlas en ideas desde las que parapetar cualquier contradicción que nos quiera hacer titubear.

"Cansa mucho ser un pestífero", escribe Camus en La peste; "pero cansa más no serlo". Y la peste, en realidad, no es otra cosa que ese arrebato homicida, la respuesta instintiva ante el miedo al peligro que representa el otro, de forma real o inventada, el sentimiento de odio o de afecto que nos impide pensar y que disfraza de razones las sinrazones, generalmente para facilitarnos la tarea en este laberinto sin puertas al que llamamos convivir. Llegados a este punto, podríamos preguntarnos: ¿qué es más complicado, dejar de condenar a quien odiamos o condenar a quien queremos? Posiblemente ambas cosas suelan ir de la mano, y por eso es tan común observar alianzas extrañas, compañeros de cama imprevisibles unidos por el odio compartido, que es mejor pegamento que cualquier afecto endeble que se pueda sentir.

Yo no sé si Odón Elorza se creerá realmente que el verdadero fascismo reside en la parte derecha de la cámara. Parece que, al mirar a la bancada ocupada por quienes siguen justificando crímenes pasados y haciendo homenajes a los que asesinaron a sus antiguos compañeros por haber defendido un proyecto político contrario a sus ideas, él ve a unas personas con las que no es problemático pactar. Lo que es evidente es que mucha gente en España lo ve igual, y eso es algo que me hace pensar. Me parece curioso que, para tantas personas, que algunos salgan a la palestra a recordar que es necesario condenar, no sólo los crímenes de ETA, sino las ideas nacionalistas que los engendraron en el País Vasco –y que siguen engendrando altercados en la Universidad Autónoma de Barcelona estos días, por ejemplo– sea igual de nocivo para la democracia que acusar de franquistas a quienes ni lo son ni se regodean de serlo. Hace falta un cierto tipo de pereza mental para hacer la equiparación entre franquistas, por un lado, y etarras, por otro, y quedarse tan pancho, porque la realidad es que los únicos que cargan abiertamente contra los valores de la democracia liberal en la que vivimos son los que sustentan al Gobierno actual. Pero tampoco es algo sorprendente, bien mirado. Como se ha dicho, una idea puede ser muy peligrosa. Y el odio mueve más que el afecto. La verdadera pregunta que deberíamos hacernos es en qué momento comenzó a percibirse como algo normal que supuestos demócratas consideren más peligrosos a otros demócratas que a los que se vanaglorian de ser antisistema. La respuesta tal vez sería que la cosa nunca ha funcionado de otra manera, y que la falacia real en todo esto reside en habernos considerado demócratas desde un principio.

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