
He querido saber, pero no he sabido por qué los precios, cuando cada vez están más altos y la inflación no hacía mucho era explicada por diversas causas, pueden ahora inventariarse someramente junto al resto de los gajes de la guerra. Antes de oírse la primera detonación en Ucrania, hace dos semanas, las previsiones del Gobierno eran altas y las expectativas halagüeñas. No importaba que la subida de la luz y el combustible llevase avivando la conversación durante meses. Nuestra economía crecería más que ninguna –quizás tuviera que ver, no lo dijeron, con que era también la que había caído más en toda Europa– y todos miraríamos esta última recesión desde la perspectiva compasiva de un PSOE acosado nuevamente por su mala suerte histórica. Hemos sufrido una pandemia y las consecuencias de una guerra, no podemos esperar grandes milagros, argumentan hoy desde una acera. Estamos sufriendo mucho más que ningún otro país las consecuencias de la pandemia y de la guerra, contestan lógicamente desde la otra. Lo mismo da. La sensación que siempre queda es la de querer saber qué pasa, pero que no se pueda.
En tiempos convulsos, la ausencia de líderes en torno a los que cerrar filas subraya todavía más la incertidumbre. Y eso es algo que impregna todos los órdenes de la vida. Uno se dedica a mirar las imágenes de la guerra y se da cuenta de que nos hemos contagiado del cielo gris de Ucrania, después de meses de sequía. Las lecturas acumuladas tampoco ayudan. Se camina por las calles imitando al maestro Juan Martínez, que estuvo allí, y se imagina cómo será vivir con miedo a que una bomba pueda caer en cualquier momento para despanzurrarte el sueño. Es un tipo de tristeza que sólo deja hueco a la misantropía. Bajando lentamente Concha Espina, los ríos de personas que peregrinan alegremente hacia el destino incierto de la Champions se presentan como ejércitos fanáticos. Y ni la afición compartida ni el madridismo en vena pueden hacerte olvidar que basta un único chasquido de la historia para que cada bando estalle y se desborde la sangre en las aceras.
Entonces empieza el partido, como un símil macabro. Los que hemos acudido al templo a buscar consuelo no encontramos motivos para olvidar el cruel presente. Por ahí se desboca Mbappé, como una manada de blindados, y destruye obscenamente las defensas blancas. Ahí perece Courtois, metáfora perfecta del orgullo del vencido. Y así se va deshilachando la vida de un equipo que sólo puede optar por resistir, sabiendo que morir con gloria es preferible a someterse al cruel tirano que pretende arrebatarle lo que siempre ha sido suyo. Ahora parece evidente, pero en realidad tenía lógica que fuese Modric, ese alegre niño eterno de la guerra, quien señalase el camino a la esperanza. Antes incluso de que le robase el balón a Neymar, ya había sido escrito que fuese él quien iniciase una carrera contra el tiempo, restándose años para sumarnos vida, y dejase atrás la decadencia de un equipo que si de verdad resucitó fue después de atravesar el caño abierto que le dejó a Kimpembe. En un momento sucedió, ni siquiera nos dimos cuenta. Estalló el estadio y sólo entonces comprendimos que llevábamos muriéndonos penosamente durante toda la eliminatoria, pero que ya nos encontrábamos en el otro lado. En el lado de la inmortalidad y de la gloria. Son noches como las de esta semana a las que algunos nos aferramos sin miedo a parecer estúpidos, o frívolos, o poco humanitarios. Nos dejamos mecer impunemente por el bendito opio del pueblo y resoplamos, tranquilos. Ya habrá tiempo para regresar al gris discurrir de nuestra obscena decadencia. A Putin, a Occidente y a sus guerras. Hoy toca celebrar el mero hecho de seguir teniendo motivos para hacerlo.
