
Memento mori. Mediada la adolescencia, tardías horas escolares, tuve ciertos problemas de sueño, y en ocasiones llegaba tarde a clase. Me habría reconfortado entonces El mal dormir, pero David Jiménez Torres aún tardaría décadas en escribirlo. Un día se me pegaron las sábanas de tal manera que arribé al colegio con dos horas de retraso, que ya cantaban los pajarillos al sol y salían vapores de lentejas por los ventanales del comedor. La cima de la desdicha. Miércoles, segunda hora, latín, y el profesor con más mala leche del colegio. Faber est suae quisque fortunae.
Frente al aula, tomé aire, elevé los ojos al Padre, toqué el suelo y me santigüé tres veces, y llamé a la puerta, aún ojeroso, con la mirada vidriosa del crío que acaba de salir de la ducha. Abrí la puerta y el maestro, que declinaba con rutinaria condescendencia, cruzó sus ojos con los míos, abriéndolos como túneles del metro. Vi pasar mi vida en un instante. Entonces golpeó el diccionario Vox contra la mesa y tronó a un volumen que quedó grabado en los registros de la Estación Espacial Internacional: "¡Díaz! ¿Qué horas son éstas de llegar?".
Trémulo y preso del pánico o, como diría un erudito, salvajemente acojonado, balbucí una excusa que ni siquiera me convencía a mí, y la adorné con una inocente pregunta que a punto estuvo de costarme la condena al fracaso escolar y la pérdida parcial de la dentadura: "No lo sé, he perdido el reloj. ¿Tiene usted hora?".
Recuerdo entonces la parábola perfecta del borrador de la pizarra dirigida a mi piñata –tenía puntería el cabrón–, mi escorzo al estilo Matrix para esquivarlo por los pelos, el estallido en risas negras de mis compañeros y el grito final repetido mil veces por el eco del pasillo: "¡Salga inmediatamente de mi clase!". Morituri te salutant.
En efecto, me había caído con todo el equipo, por la escasa probabilidad de éxito de mi pregunta y porque la excusa esgrimida, lo de haber perdido el reloj, era probablemente la peor de la Historia.
Hasta ahora.
Ha dicho Sánchez en el Congreso que la luz a precio de caviar, el gas convertido en gas sarín, la inflación desorejada, la gasolina tallada en oro, el coste prohibitivo de la cesta de la compra, la estupidez crónica de los ministros, el despilfarro sonrojante de nuestra pasta en feminismos, los pactos con pistoleros torpemente amaestrados, los parados para siempre means you’ll always my unemployed friend, la irrelevancia internacional de España, las campañas contra la ganadería española y la guerra al chuletón, la dictadura sanitaria de la pandemia, los impuestos caníbales, el vodevil sin final del PP, la ruinosa ley de plásticos, los corazones partidos en Podemos, las llamadas de las operadoras telefónicas a la hora de la siesta, el gran terremoto de Lisboa, el picor de algunos pimientos de Padrón y otros no, lo de Mbappé, el aterrador tsunami de Indonesia, la gota de lluvia gélida que se te cuela por el cogote, la invasión del reguetón en las discotecas, la Primera Guerra Mundial y la Segunda, la baldosa danzante que te salpica el pantalón, lo de las Tanxugueiras, la tortilla de patata con cebolla, la salida de Mourinho del Real Madrid, la caída de Roma y la muerte de Manolete son culpa de Putin.
Pero el asombro inicial tan solo me duró unos segundos. Los que tardé en encontrarme con la noticia de que el propio Sánchez protagonizará su propia serie de televisión. Entonces lo comprendí todo. El presidente necesitará muchos, muchos, muchos capítulos de ficción y centrifugado de mentes para convencernos de esta inmensa trola que ha vertido sobre el Congreso, sin partirse de risa inmediatamente después, algo por lo que le reconozco el mérito y las insuperables dotes para la interpretación, si no para un Salvar al soldado Ryan, al menos sí para actriz porno.
Aunque lo malo, lo que hace tan diferente mi enorme excusa de la suya, es que a mí por lo menos me pudieron expulsar de clase por cretino, no sin antes incurrir en la tentativa de homicidio del borrador volante. A él, a la estrella del celuloide en ciernes, en cambio, nos lo tenemos que comer, al menos hasta que le crezca tantísimo la nariz que se vea obligado a abandonar la Moncloa para no interrumpir con el hocico el tráfico en Puerta de Hierro. Que, si mantiene este ritmo de alergia a la verdad, poco o muy poco le faltará para la elongación final.
