
Vaya por delante que no, que la guerra no tiene rostro de mujer aunque haya biempagás comunistas como Irene Montero que se empeñen en una estrategia oportunista y abyecta que enlaza una cosa y otra. La guerra, esta guerra, tiene el rostro de Vladimir Putin, al que las consignas evitan referirse no vaya a ser que retire fondos, apoyos, riendas o confianza a quiénes y quiénas le apoyan en la oscuridad más impune del "No a la guerra". Lo tituló hace tiempo la propia Svetlana Alexiévich, la Nobel bielorrusa-ucraniana con un toque de humor añadiendo: "Comunista es quien ha leído a Marx. Anticomunista es quien lo ha entendido". A la todavía ministra recién regada de euros la hemos entendido desde el principio, pero especialmente desde aquel 8-M inmoral y criminal del coronavírico 2020, cuando todavía era más que amiga de algunas socialistas que ahora la niegan con los gallos cantando.
Es sólo un preámbulo porque, en realidad, quiero tratar de las almas y la destrucción de Ucrania decidida por Vladimir Putin, el "califa ortodoxo" que está uniendo la vieja confesión cristiana rusa con la idolatría hacia las armas nucleares. Ya sé que eso de las almas le produce a más de uno urticaria ideológica o perplejidad filosófica. Pero nadie ha propuesto una palabra nueva para aludir a ese destello evidente de libertad que anida en cada ser humano en medio de condiciones y circunstancias adversas u obligatorias de todo tipo. Ella es la que logra que podamos negarnos, que podamos rebelarnos, que podamos morir incumpliendo así todas las legislaciones. Es lo que está haciendo Ucrania para luminaria de toda esta humanidad testigo de un holopozor (infamia total en ruso) en directo.
Ha venido en mi auxilio la ya citada periodista y escritora Svetlana Alexiévich y me ha transmitido una luz que ha mutado en esperanza súbita inesperada. Contaba en su libro El fin del Homo sovieticus que, cuando la guerra de Chechenia (la de Putin, 1999) "en una estación de trenes de Moscú conocí a una mujer que venía de la región de Tambov. Se dirigía a Chechenia para buscar a su hijo que combatía: ‘No quiero que muera y tampoco quiero que mate’, me dijo. El Estado ya no era dueño del alma de aquella mujer, era una persona libre". Es el milagro de la catarsis trágica: del horror negro de la catástrofe puede emanar la claridad de la libertad. ¿Es lo que está ocurriendo?
Otro ucraniano, Nikolái Gógol, describió cómo la ausencia de valor de las "almas muertas" (el poder de un terrateniente feudal se medía por el número de sus almas vivas, siervos útiles) podía convertirse en riqueza debido a las manipulaciones escriturarias de un canalla. En Europa y el mundo occidental hemos atesorado demasiadas almas muertas, inútiles para la defensa de nuestros valores originales desde hace tiempo, suicidadas por el hedonismo, por la cobardía o sencillamente por la inconsciencia. Pero ha llegado Putin y, con su invasión de Ucrania, parece haber revivido a muchas de estas almas inertes gracias a una urgente pedagogía de los hechos que las teorías y un sistema educativo completo no han logrado, ni querido, reanimar en décadas.
Muchos amigos son optimistas, a pesar de las tumbas y las bombas. La resistencia ucraniana está, como en el caso checheno de hace años, perjudicando la estrategia del dictador del Kremlin, que no esperaba una insurrección de nuestras almas muertas, ni de las ucranianas ni de las muchas de Occidente que están comenzando a entender que es posible que el Estado, el que sea, no sea su dueño, que nada está escrito para siempre jamás y que nada hay más precioso que eso que llamamos alma cuando decide ser libre.
En Ucrania, como hiló nuestro Quijote, nos va la vida, la honra y el alma. Se ha insistido en que las buenas intenciones pueden empedrar el camino que conduce al infierno. Pero hay veces que las malas pueden pavimentar, sin pretenderlo, una senda que nos aparta de él. Ojalá sea el caso y la osadía del tirano haya desencadenado la más oportuna resurrección de nuestras almas.
