El Gobierno de Pedro Sánchez vuelve a recurrir al comodín de Franco, esta vez para ofrecer a sus socios proetarras y separatistas una reforma de la ley de secretos oficiales que ponga el Estado a los pies de quienes aspiran a su demolición para imponer una versión de la historia que cuadre con sus torticeros relatos sobre el periodo final del franquismo y la Transición.
El anteproyecto aprobado en el último Consejo de Ministros antes de las vacaciones prevé un máximo de cincuenta años de protección de los expedientes considerados "alto secreto" e incluye además el traspaso de todos los poderes y competencias en la materia del Ministerio de Defensa al de Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Histórica. Se trata, de entrada, de una burda maniobra para depositar en el ministro Bolaños, el gran fontanero del sanchismo, la capacidad de alterar, manipular, impedir, cercenar y politizar el acceso a la documentación secreta y su difusión.
Con la excusa de que la actual ley data de 1968 y fue modificada en 1978, antes de la aprobación de la Constitución, hasta la ministra de Defensa, Margarita Robles, primera perjudicada por la última cacicada de Pedro Sánchez, blande la excusa del origen franquista de la actual norma para pedir al PP que se sume a la operación de desmantelamiento del Estado. Y es que el PNV, Bildu y Podemos ya han advertido de que el anteproyecto no les satisface del todo y quieren plazos de desclasificación de los secretos mucho más cortos.
Sus pretensiones podrían ser discutibles si no partieran de la evidencia de que su objetivo no es la verdad, sino una versión que justifique y blanquee, por ejemplo, los asesinatos de la banda terrorista ETA. La petición de máxima transparencia está viciada porque sus promotores aspiran a que se arroje luz sólo sobre aquellos asuntos que contribuyan a forjar sus mitos con un sustento falsamente histórico. El objetivo es que las víctimas del terrorismo etarra sean las que acaben teniendo que pedir perdón a sus verdugos, quienes, por otra parte, se niegan a esclarecer cientos de asesinatos, incluidos los que perpetraron contra algunos de sus cabecillas en sus purgas internas.
Ese y no otro debería ser el propósito del Gobierno, investigar y llegar hasta el final en todo lo concerniente al terrorismo, pero es obvio que comulga con las ruedas de molino de sus socios y carece de reparos en lo concerniente a la desclasificación, previa censura y manipulación, de la parte de los secretos oficiales que más les convenga.
Porque la intención no es que pasado un tiempo prudencial se ponga a disposición de la ciudadanía todo el material, ya sea "alto secreto" o información "reservada", clasificado por el Gobierno y los aparatos del Estado, sino sólo aquello que encaje con la "historia" oficial que trata de imponer el Ejecutivo socialista de grado y por prescripción también de sus socios comunistas, separatistas y proetarras. De ahí que el nombre oficial del ministerio de Bolaños incluya la mención a la "memoria democrática". Es obvio que nada bueno ni mucho menos cierto se puede esperar de quienes pervierten la historia para acomodarla sin fisuras a su perversa ideología. Es comunismo en estado puro, el ministerio de la Verdad al frente del control de los secretos oficiales.
Los historiadores no dogmáticos, el periodismo apartidista y la ciudadanía en general aspiran a modificaciones en la ley de secretos oficiales y en otras como la de transparencia que contribuyan a completar el cuadro de la historia pasada y también de la reciente, pero el Gobierno que se niega a informar de los costes de los vuelos de Sánchez es el mismo que prepara una ley de corte totalitario y en siguiente instancia represivo.
La última maniobra de Sánchez es fruto de las exigencias del PNV y Bildu y fue la respuesta del presidente del Gobierno ante las denuncias de los separatistas catalanes relativas a un supuesto espionaje de cientos de personas que en último término devino en el acceso a los teléfonos móviles de una docena de altos cargos separatistas durante los violentos disturbios en protesta por la sentencia del Tribunal Supremo sobre el golpe de Estado de otoño de 2017.
Para taponar el malestar separatista, Bolaños fue el encargado de correr la cortina de humo con la revelación de que el móvil de Sánchez, el de la ministra Robles y el del ministro de Interior, Grande-Marlaska habían sido espiados con el programa Pegasus, un software de una empresa israelí al que en teoría sólo tienen acceso los Estados. Pues bien, para aplacar las iras de los rufianes de turno se decidió desvelar la infección de los móviles de los antecitados al tiempo que se inducía la sospecha de que los servicios secretos de Marruecos eran los autores del jaqueo. El ridículo y descrédito internacionales son de proporciones incalculables.
En ese momento Sánchez aprovechó para descabezar el Centro Nacional de Inteligencia (CNI) y prometer la reforma de la ley de secretos. Si el anteproyecto no formó parte de la denominada "mesa de diálogo y negociación" entre el Gobierno y la Generalidad de la pasada semana es porque la pieza es del separatismo vasco.
En manos del actual Gobierno y de sus socios o de algo parecido en el futuro, la ley de secretos oficiales no es más que otro artefacto al servicio de la imposición de un régimen totalitario con el que desmontar los pilares del Estado democrático y pervertir la historia hasta el punto de justificar todos los crímenes de la izquierda y del separatismo.

