Ahora que por primera vez la coalición independentista del gobierno de Cataluña muestra sus vergüenzas en público y demuestra que sus facciones no son más que ocupantes en liza de despachos y cargos, habrá que prepararse en breve para la coronación de El Gran Timonel como argamasa del delirio nacional.
Hace unos días Jordi Pujol sufrió un ictus. 92 años son muchos, incluso para el hacedor de este gran comedero político denominado construcción nacional de Cataluña. Preparémonos para lo peor. No me interpreten mal, no me refiero a su muerte física, sino a su resurrección mítica.
Después de su confesión pública en 2014 de fraude fiscal continuado con dinero en Andorra no declarado, de la corrupción del 3% instalada en sus 23 años de gobierno y continuada por su sucesor Artur Mas, y con todos sus hijos en el mondongo y dos en la cárcel, su figura como padre de la patria se hizo insoportable para los publicistas del procés. De profeta, mesías y demiurgo de una Cataluña forjada a su imagen y semejanza, pasó a proscrito.
Un espejismo. La muerte genera en el ser humano una generosidad espontánea que da por bueno en el tanatorio lo que nunca daría en vida a los canallas. Y si hay intereses políticos por medio, el salvoconducto a la leyenda está servido.
Antes de que muera Pujol habrá que adelantarnos al mausoleo que sus aduladores interesados le están preparando para resucitarle a él y enterrar a sus víctimas. En cuanto muera. Y si su agonía se alarga como la de Franco, la propaganda del régimen empezará su blanqueamiento sin más dilación. Por doquier aparecerán estatuas y reconocimientos. Todo por la nació. Aquí no habrá cancelación sino construcción de un nuevo mito al rencor. Aunque en este caso, no con mentiras históricas como el de 1714, sino con razones fundadas.
Siempre me ha sorprendido la aureola de sensatez que el adversario ha tenido de Pujol. Pura fachada. Pujol es el personaje más ladino y peligroso que ha tenido y tiene Cataluña. Es el sumo sacerdote, el responsable de todos los males que aquejan hoy a Cataluña y del infierno que se adivina tras el veneno nacionalista que ha logrado inocular en las nuevas generaciones. Al contrario de lo que sostiene mi querido amigo Pepe García Domínguez, nunca el catalanismo fue tan rencoroso, ni el resentimiento contra España y su lengua fue sociológicamente mayoritario, hasta que Jordi Pujol llegó a la Generalidad e infectó la escuela, dopó a los medios de comunicación y creó el Programa 2.000 para extenderlo a todas las instituciones políticas y estamentos sociales y culturales.
Él recibió una Cataluña en 1980 henchida de optimismo, pletórica de ideas y esperanzas y sobre todo cohesionada. Nunca Barcelona fue tan admirada por todos, por los de dentro y por los de fuera. Recorríamos España esparciendo su leyenda de libertad y cosmopolitismo. Llibertat, amnistia i estatut d’autonomia. Defendíamos la lengua catalana con el fervor de los que cuidan a un niño apaleado, abogábamos por la descentralización con la naturalidad de los hermanos que se acaban de librar de un padre déspota. Envejeció Tarradellas y en eso llegó Pujol. Y todo se quebró. Él es el responsable del racismo cultural, del conflicto lingüístico, del odio cada vez mayor de adolescentes que no saben historia ni saben por qué España es su enemigo, de la politización del deporte, de la frustración catalana por carecer de Estado, de la balcanización de los diversos sentimientos culturales existentes en su seno y de la expulsión de la vida política de cualquier cosmovisión que no sea nacionalista. Su guerra fue desde el principio un proceso de legitimación de ideas profundamente antidemocráticas vendidas como democráticas. Todo cuanto ha hecho desde 1980 ha estado encaminado a imponer el relato de una nación oprimida, levantar un cortafuegos contra toda disidencia a su nacionalismo mediante la manipulación del lenguaje y crear las condiciones objetivas para asaltar la ley y ponerla a su servicio. O sea, generar un marco mental donde vender su contrabando sin contratiempos e instaurar una atmósfera de impunidad. En una palabra, él es el sumo sacerdote que se las ha arreglado para envenenarlo todo sin aparentar que lo hacía.
Creo que Albert Boadella fue uno de las pocas mentes lúcidas que se dio cuanta cabal del Virus-Pujol desde el principio y lo denunció (Operació Ubú, 1981 y Ubú president, 1995).
Este es el crimen de Pujol, heredar una Cataluña cohesionada y tolerante, y convertirla en rencorosa y enfurruñada consigo misma. Como los bosques arrasados por el fuego, necesitaremos 100 años para que vuelva a reverdecer. Siempre que las nuevas generaciones no tengan a este pirómano de referente.