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Carmelo Jordá

Periodismo en España: ¿se puede caer más bajo?

El problema de esta profesión es que a una ya alarmante baja calidad intelectual se le ha unido un todavía más bajo nivel moral.

El problema de esta profesión es que a una ya alarmante baja calidad intelectual se le ha unido un todavía más bajo nivel moral.
Imagen sacada del vídeo en el que se escucha a estudiantes proferir insultos machistas contra el colegio mayor vecino. | Archivo

Cada día más, la sociedad española me parece disfuncional: ninguno de sus estamentos —desde la Justicia al Gobierno pasando por el Legislativo o la educación, por poner sólo unos ejemplos– cumple con su cometido con un grado mínimo de satisfacción. Incluso aquellos que por su naturaleza deberían comportarse con cierta eficiencia, como las empresas, se inundan de la inutilidad circulante y, así, acabamos con unos bancos que en lugar de vender productos financieros te venden calculadoras de tu huella de carbono o charlas sobre la vida y la muerte con gurús de medio pelo.

Pero si algún sector está desorientado y en lugar de hacer su trabajo hace poco menos que lo contrario, ese es sin duda el periodístico. Y no, el problema no es que los medios no seamos objetivos e imparciales como nos pide mucha gente, porque no tenemos ninguna necesidad de serlo: lo que debemos ser es honestos, por supuesto, y respetar los hechos, pero esa objetividad absoluta es imposible y, por tanto, desconfíen del que se la ofrezca. Ni lo es tampoco la endémica falta de recursos para un trabajo que muy rara vez se hace en condiciones óptimas y en el que casi siempre vamos con prisas.

No, el problema de esta profesión es que a una ya alarmante baja calidad intelectual se le ha unido un todavía más bajo nivel moral, que ha llevado a una confusión completa sobre para qué sirve y qué debe hacer un periodista o qué papel tienen que jugar los medios.

En unas ocasiones presos de la necesidad de un tráfico que ha de conseguirse a toda costa, en otras de la necesidad aún más sucia de imponer en la agenda lo que a algunos les parece correcto o necesario, por fas o por nefas no hay bajeza que no se pueda cometer, no hay límite moral que no se pueda transgredir, no hay hecho objetivo que no pueda ser ya no relegado, sino directamente ocultado.

Por supuesto, toda esta amarga reflexión viene a cuento de lo ocurrido en los últimos días alrededor de los gritos en el colegio mayor Elías Ahuja, un escándalo prefabricado en unos medios que han decidido deliberadamente no escuchar a las presuntamente afectadas, no analizar la cuestión con un mínimo de honestidad y, por supuesto, no otorgarle al asunto la verdadera importancia que tenía: ¿cómo puede abrir telediarios la gamberrada de unos estudiantes en la que no hay ni heridos, ni daños materiales ni siquiera ofendidos? ¿Cómo puede saltar más allá de las páginas de sucesos o local algo sin la más mínima consecuencia real? Sí, ya sé que los gritos de los chicos eran de un pésimo gusto, pero ¿desde cuándo el mal gusto de unos adolescentes es noticia de portada?

No crean que soy inocente: está claro que esta catarata desmesurada de atención responde a que es un tema que cuadra en una agenda política que le encanta a la gran mayoría de mis colegas y que, además, le venía de perlas al Gobierno para despistar la atención de sus propias barrabasadas. Pero eso no justifica dos cosas que son absolutamente imperdonables: la primera, negarse a escuchar a las presuntas afectadas, que han dejado muy claro que en absoluto se han sentido no ya agredidas, sino ni tan siquiera ofendidas. Y la segunda, todavía peor para profesionales cuya herramienta de trabajo es el lenguaje: olvidar algo tan básico como que el sentido de las palabras cambia según el contexto en el que se pronuncien o incluso se escriban. Es algo tan obvio como que ya lo escribió Cervantes hace más de 400 años, en el capítulo XIII del Quijote:

¿Cómo y no sabe que cuando algún caballero da una buena lanzada al toro en la plaza, o cuando alguna persona hace alguna cosa bien hecha, suele decir el vulgo: "¡Oh hideputa, puto, y qué bien que lo ha hecho!?" Y aquello que parece vituperio, en aquel término, es alabanza notable (…).

Pero claro, qué podemos esperar de una profesión en la que si mencionas a Cervantes la mayor parte te preguntará en qué equipo juega. Y es que si la sociedad está mal, lo del periodismo es terminal: no se puede caer más bajo… ¿o quizá sí?

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