
En la izquierda a la izquierda del PSOE no hay tanto espacio como parecía. Tiene que haber poco cuando afilan los cuchillos para la pelea. Cuanto menos hay, más enconada la lucha por estar en primera fila. La primera fila son las listas electorales, que es la lotería que determina si va a tocar una butaca bien tapizada o se va a estar fuera del teatro pasando frío. En la intestina pugna entre Podemos y Yolanda Díaz, no hay posiblemente otra disputa de fondo que la del reparto del trocito de pastel que los votantes concedan a un espacio que ya no se sabe si tendrá un nombre, dos nombres o ninguno.
Decían que se iba a llamar Sumar, pero antes de sumar se van a dividir entre los que creen que suman y los restantes. Parece claro que para Díaz el que resta es Podemos, siglas que han quedado para los restos, valga la redundancia. Hacerlo desaparecer introduciendo sus despojos en un nuevo contenedor parecía una buena solución para soltar el lastre. Cambiar el mascarón de proa es una fórmula con la que Díaz está familiarizada por su experiencia en Galicia, donde Podemos hubo de conformarse con ser compañero de viaje, y aunque aquello terminó mal, tuvo su momento de éxito. Y eso es lo único que hace falta, en realidad, ese momentito en el que el nuevo disfraz cuela y se le abren a uno otra vez las puertas del parlamento.
No está Iglesias por la labor de una disolución amistosa de su tinglado y menos si van a desleírlo en un descafeinado. Ante los últimos de su tropa, quiso revivir los viejos buenos tiempos, cuando lo que decía provocaba desmayos y temblores, pero esta vez lo hizo contra aquella a la que ungió un día como candidata sucesora. Si continúa inspirado, puede cargarse también el proyecto de Díaz y culminar su currículum de destroyer con un final redondo, aunque no —precisemos— de Iván Redondo, quien vaticinó, ¡qué vista!, un futuro esplendoroso para Yolanda: iba a ser la próxima presidenta de España. Pero lo que no podrá hacer Iglesias es resucitar a su criatura política. El Podemos de los indignados dejó de existir. Y no lo liquidaron poderes oscuros. Se hundió él solito. Arrastrado, claro, por sus lumbreras dirigentes.
