
He oído alguna vez que el gatillazo te da antes de salir al escenario. Que, de hecho, uno nunca llega a salir del todo si está predispuesto a quedarse en blanco. De ser así, aunque por momentos el público creyese haber llegado a contemplarte ahí subido tú no habrías estado allí, no podías estarlo, pues estabas encerrado en el núcleo exacto de tu cabeza, mucho más lejos de lo que cualquiera pudiera imaginar, lamentando el gatillazo eterno antes incluso de que este hubiera amenazado con aparecer, y provocándolo.
En realidad, eso te dices después de que suceda, este siempre había estado allí, esperándote. Tu único cometido consistía en decidir la mejor manera de recibirlo. Por eso te repites que los gatillazos no son errores que uno cometa y de los que deba arrepentirse. Los gatillazos son ecos infinitos, redes que el destino teje y que nosotros sólo notamos aferradas a nuestros pies cuando un día decidimos intentar movernos. La vida, de esa forma, es simplemente un ir contando gatillazos. Desandar reconociéndolos todos los fracasos que algo o alguien colocó y que jalonan el trayecto que nos lleva de la cuna al cementerio.
Lo más absurdo de los gatillazos es que, como todo mal inevitable, nos dan miedo. Es algo inexplicable porque todo lo que tiene que pasar debería dejar de incomodarnos. Debería presentársenos como si ya hubiese pasado e incitarnos a provocarlo cuanto antes para tener al menos el poder de elegir cuándo sufrirlo. Pero uno no decide cuándo ni cómo va a sufrir un gatillazo porque los gatillazos son como la muerte, tan rotundamente inevitable que la evitamos muchas veces, todos los días, cada segundo de nuestra existencia, hasta que al final dejamos de poder hacerlo.
Es posible que lo que nos asuste de ellos no sea tanto su inevitabilidad como su desconocimiento. Aunque los gatillazos vengan escritos de lejos, es muy difícil predecir cómo se desarrollarán. Por ejemplo: ¿a quién va a votar en las próximas generales alguien que defienda el ilusorio buen funcionamiento de nuestras instituciones democráticas, la separación de poderes y la igualdad de todos los ciudadanos ante una ley que no varíe en función de caprichosos criterios regionalistas? ¿Qué papeleta escogerá quien quiera echar a toda costa a Pedro Sánchez, "representante" mentiroso de aquellos ciudadanos que eligieron hace años un programa electoral contrario al que ha terminado proyectando? ¿Por qué otro impostor querrán cambiarle? ¿Qué asidero verdaderamente ilusionante existe para aquellos que todavía creen en lo que se supone que debe ser un Estado de derecho pleno, saneado y con capacidad para asumir dentro de sí todas las ideas distintas que no vayan en contra de lo que mantiene en pie al propio sistema? Dentro de un año, quién sabe, quizá los que quieran moverse hacia las urnas pero no puedan sean los que hoy contemplan igual de agarrotados tanto a Núñez Feijóo como a esa socialdemocracia que Sánchez ha descabezado. Hay gatillazos tan duraderos que no puede saberse cuándo empiezan. Quizá siempre estuvieron aquí, esperando a ver cómo los recibiríamos.
