
Hablamos de Europa como si fuera un salvavidas. Siempre debajo del asiento, alejado de la vista para no perturbarnos el viaje pero rodeado de distintas señalizaciones que nos recuerdan que ahí permanece, impasible y aburrido, haciendo guardia mansamente por si algún día, Dios no lo quiera, nuestra democracia corre peligro y empezamos a necesitarlo. La función principal de un salvavidas, pienso ahora, es relajar el ambiente. Tampoco sirve para mucho más. Extirpa de nuestra mente los peligros acechantes que obligan a que tenga que estar ahí. Uno escucha que tiene un salvavidas colocado en algún lugar cerca del culo y de pronto es como si ya hubiese aterrizado. El viaje se destensa y el mañana se ilumina otra vez, con sus vanas ilusiones asomando nuevamente más allá del horizonte. Se trata de una cosa curiosa porque más relajante sería que no hubiese salvavidas, si lo pensamos bien. Eso significaría que este no es ningún trayecto incierto que pueda terminar abruptamente. Que nuestra democracia no corre el peligro de correr algún peligro alguna vez. Que no existe la opción de que un motor estalle por sorpresa y nos obligue a comprobar hasta qué punto un corsé de plástico amarillo es realmente útil cuando caemos como piedras atrapados dentro de una tumba de metal envuelta en llamas.
Europa, tristemente, a veces recuerda a ese corsé de plástico amarillo. No lo digo por el desprestigio de sus líderes, o por la corrupción, que está dando alas a quienes ven la Unión como el palacio desde el que una nueva aristocracia está reformulando el antiguo lema del despotismo ilustrado —"Todo en nombre del pueblo, pero sin el pueblo", sería ahora—. Lo digo más bien por ese aura de brillante inutilidad ante el desastre que ha personificado como ninguno otro, por ejemplo, Macron en el césped de Qatar. Viendo al presidente francés encaramado a la chepa de su estrella nacional era difícil decantarse por quién de los dos necesitaba más al otro para salvarse. Lo único que quedó claro, al menos observando a Mbappé, es que una vez te has estrellado apetece poco prolongar la agonía con una pesa aferrada al cuello.
Los salvavidas son brillantemente inútiles porque no están pensados para evitar ningún desastre, sino más bien para lo contrario. Son el último recurso, aquello a lo que se agarra el perdedor que busca respirar un segundo más, no importa que tenga que hacerlo en una balsa en mitad de algún océano. Además, uno sólo puede hacer uso de ellos cuando la cosa ya se ha desmadrado, lo que posibilita que se acaben dando escenas patéticas y crueles, al estilo de cualquier apocalipsis. Europa, ese salvavidas, es tan salvavidas que permite que el presidente de una de sus democracias diga desde el centro de Bruselas que un grupúsculo de jueces derechones está perpetrando un golpe de Estado contra el pueblo de su país, que es como ha dado en apodarse a sí mismo últimamente. Europa, ese salvavidas, es tan salvavidas que unos y otros se la disputan mientras acusan al de enfrente de haber provocado el incendio. Entretanto el avión sigue cayendo, quizá porque quien debía estar a los mandos abandonó hace rato la cabina; y el salvavidas ahí permanece, sin poder hacer otra cosa que esperar a que todo estalle.
Europa, tristemente, a veces recuerda a un brillante e inútil corsé de plástico amarillo. Podríamos llamarlo salvamuertes. Pero tampoco hay que lamentarse en exceso. Sólo quien no ha comprendido esto es capaz de reprocharle a un salvavidas lo que bien podría reprocharse a sí mismo.
