
Ahora que cae la noche sobre diciembre, no está de más preguntarse quién no verá amanecer. No está de más pararse a recordar a quienes ya no pueden hacerlo, y pensar que la vida sólo se diferencia de la muerte precisamente en eso, en que la podemos rememorar. Hay quienes pensamos que los muertos son ciegos atrapados en el pasado. Y creemos, ilusos, que vemos más que ellos porque conservamos los ojos, aunque ni siquiera con ellos podamos dejar de olvidar. Llegamos al último día como si nuestra vida fuese un discurrir de fechas enlazadas, una prolongación de tachaduras carcelarias en un calendario que permite echar las hojas para atrás. Jamás reparamos en que los diciembres de este enero han sido una consecución de fabulaciones diversas, historias antiguas que nos hemos creído a base de oírlas sin parar.
Tuve un profesor que repetía que la penúltima campanada es la más definitiva porque antes de que suene ya hemos terminado de vivir todas las fechas del año y, por tanto, también aquella en que habremos de morir. Yo solía responderle deseando fallecer un 29 de febrero, así que durante mucho tiempo se me quedó la manía de renovar mi compromiso con la vida cada cuatro años exactos, postergando mis periódicas angustias existenciales el mismo tiempo en que tarda en regresar el Mundial. Pero madurar es comprender que de nada sirve patear el miedo hacia adelante si entre los días de amnesia comienzan a acumularse las ausencias. Ellas son también como el erizo, ya sabéis, aunque constituyan otra forma más siniestra de recordar un olvido, pues sugieren inquietas que ni siquiera el dolor nos sobrevivirá.
Repasemos los últimos doce meses y comprobémoslo. Ha muerto Gorbachov, ha muerto Isabel II, ha muerto Pelé. Ha muerto el siglo XX y de él no van quedando ni quienes lo sufrieron ni quienes lo inventaron, relatándonoslo después. Aquellos que lo vivieron y después lo recordaron para poco volverlo a olvidar. En sus tumbas reposa lo que fueron y con nosotros camina ahora hacia el año nuevo su fantasma, un espectro hecho a base de retazos infantiles, la vaga sombra que imaginamos que debieron ser pero que no se acerca ni un poco a todo lo que custodiaron en vida, cuando al menos conservaban la esperanza de que algo sabríamos conservar.
Entre diciembre y enero comienza el momento del análisis. Miramos hacia atrás como cogiendo impulso para mirar hacia adelante, pero pocas veces reparamos en que lo único que continúa en nuestra mano es seguir comprobando por dónde debemos pisar. Un propósito se parece mucho a un lamento porque ambos aguardan bien lejos y nos tratan de engañar. Y sin embargo, si nos fijamos bien, el pasado ya nos ha superado y el futuro nos superará. Mejor mirado, enero no es otra cosa que la cristalización periódica del presente, que no tiene que aguardar doce meses para ofrecernos una nueva oportunidad.
Ahora que cae la noche sobre diciembre no está de más preguntarse quién no verá amanecer. No está de más pararse a recordar a quienes ya no pueden hacerlo, y pensar que los vivos sólo nos diferenciamos de los muertos en que podemos volver a empezar.
